A las élites de Europa, esa
tecnocracia ilustrada que tuvo la visionaria idea de crear una unión que de una
vez y para siempre acabara con las terribles guerras que asolaron al
continente, les gusta pensar en ese proyecto como una casa común. Como un hogar
en donde cientos de millones de personas, que hablan una multitud de lenguas y
profesan decenas de religiones distintas, pueden vivir en paz, unidos por la
democracia.
Dicha casa común, pensaron sus
élites, debe de tener también, una moneda común, que le permitiera rivalizar a
las grandes economías del mundo, los Estados Unidos y las potencias de Asia, o
de lo contrario, Europa dejaría de ser económica y políticamente irrelevante.
La moneda común para esa Casa Común
que es Europa parece tener todo el sentido. Pero el voto de Grecia el domingo
muestra una fisura terrible en el diseño económico y político de la Eurozona.
Dicha moneda común puede no ser compatible con el principio alrededor del cual
se construyó la casa común europea: la democracia.
La burocracia de Bruselas tiene
razón: el Euro es un mecanismo que implica reglas muy claras, y sus
participantes tienen que observarlas si quieren gozar de los beneficios de la
moneda común. Si un país decide no acatar dichas reglas, entonces es libre de
abandonar el mecanismo monetario único. Grecia ha decidido no aceptar las
condiciones que Europa, el FMI y el banco central del euro les demandaban para
mantener su permanencia en el club monetario. Grecia es libre de irse del euro.
Pero más allá del desastre financiero
global que podría implicar la salida de Grecia del Euro, la reflexión más
importante tiene que ver con la siguiente pregunta: ¿Es compatible la moneda
común con la democracia? Si los griegos han decidido mediante su voto no
aceptar las condiciones de Europa, ¿merecen ser castigados con el cierre del
apoyo crediticio del banco central y con la condena de los mercados?
¿Castigo, moratoria, represalias
financieras, es lo que el Euro y Europa pueden ofrecer a millones de griegos
que, en el ejercicio de ese maravilloso invento griego que es la democracia,
deciden elegir?
Si la respuesta, ajustándonos a un
estrecho juicio tecnocrático, es si, que Grecia merece el castigo del eurogrupo
por su voto, entonces las implicaciones son extremadamente graves.
La primera implicación es que el
mecanismo monetario común no cuenta con la flexibilidad para acomodar
decisiones democráticas. Los griegos, que en esto de la democracia algo saben,
decidieron no estar dispuestos a pagar el costo propuesto por el eurogrupo para
reactivarles las urgentes líneas de crédito necesarias para que la economía
funcione. ¿Qué ocurre cuando una decisión soberana nacional no es compatible
con las reglas sobre soberanas? ¿Puede el Euro acomodar decisiones democráticas
que le son contrarias?
La segunda implicación es
geopolítica, y muestra la ceguera del Eurogrupo de abandonar a un aliado clave
para detener a Rusia en su eterna expansión hacia el centro de Europa. Al
alienar a Grecia de la Eurozona, estarán empujando a la República Helena hacia
los brazos de su principal rival geopolítico en un momento en que el balance
regional es extremadamente complicado.
La tercera implicación es el mensaje
que envía para otros países en situación similar a la griega: Portugal, Italia,
España y algunos países más pequeños de la periferia. En España, en donde movimientos
políticos cercanos a los que ahora gobiernan en Grecia, pueden enfrentar
dilemas cercanos al griego, y podrían hacer que los mercados, al anticipar
dicho escenario, acaben provocándolo reduciendo la liquidez al percibir de
manera errónea el riesgo correspondiente.
Pero la cuarta implicación es
estrictamente financiera: el eurogrupo aún no entiende que la deuda es una
carretera de dos sentidos. El que empresta tiene que pagar, pero el que presta debe
estar consciente del riesgo de que no le paguen. La tasa de interés refleja dos
cosas: para el prestatario es el costo de su deuda, para el prestamista el
riesgo de crédito que asume. Si a Grecia le prestaron tanto fue porque las
tasas griegas eran muy atractivas comparadas con las de otros países de Europa,
eran más altas y eso gustaba a los bancos. Pero esos bancos debían de saber que
detrás de esa mayor tasa estaba un riesgo de crédito más elevado. Los griegos
no engañaron, el riesgo siempre fue manifiesto y prístino, y se encontraba reflejado
en la tasa de la deuda griega. Los acreedores de Grecia no pueden llamarse a
engaño, el riesgo fue siempre claro y ahora se ha materializado.
Que Grecia pague, incluso a costa de la gran penuria de millones de ciudadanos,
muchos de los cuales quizá no emprestaron ni un Euro, envía de nuevo el mensaje
incorrecto: que el riesgo para los prestamistas no existe, y que pueden colocar
sus fondos prestables a quien sea independiente del riesgo pues serán
rescatados siempre. La abultada deuda griega tuvo dos fuentes: el hambre de los
griegos y la voracidad de sus banqueros. Ambos tienen que pagar, ambos: unos
por estar obligados, y los otros por asumir un riesgo que siempre estuvo claro y presente.