Tiene 60 años cumplidos.
Pero sólo Dios, en caso de existir, sólo él y un animal escondido en mis cartílagos y médula, saben cuánto, cuánto, me gustó, me gusta y me gustará siempre, esta encarnación de Helena de Troya, por cuyo rostro, exaltación imposible de la perfección de su madre, valen la pena veinte guerras y cincuenta caballos de madera hipertrofiados.
Este amoroso sábado en la mañana me levanto y me pongo a leer una de mis secciones favoritas de fin de semana, el delicioso “Lunch with the FT” (que en este caso, y accediendo a la petición de su majestad, se convirtió en “Brunch with the FT”). La entrevistada de hoy es justo, Is-a-bella.
Su rostro atravesó el mundo de la moda con una suave furia desde sus primeros años. Ella fue una super model cuando ese cliché no existía siquiera. Su rostro fue cincelado hace siglos por vikingos y latinos, y heredado por la mayor esfinge de la historia del cine, Ingrid Bergman.
Era imposible jamás mejorar el rostro perfecto de la Bergman. El rostro de su hija sin embargo, fue más allá de la perfección, y su perfil y su frente no son de este mundo sino que son un molde, carnal y terrestre, de una bestia fabulosa de la mitología.
Este año, Isabella Rosellini es la modelo de la colección de otoño de accesorios de Bvlgari, y para ellos la edición italiana de Vogue remite en la portada a la Diosa absoluta.
La belleza es siempre injusta y antidemocrática, pero la vejez es implacable y tiránica. La mayoría de las mujeres, bellas o no, aspiran a envejecer con gracia y delicadeza.
La Rosellini ni siquiera en la vejez ceja en su tiranía. Ella no envejece, florece. Su rostro de 60 años muestra que las deidades grecorromanas no han muerto, y que su sitio son las portadas magníficas de Vogue.
Sin más. les dejó al amor de mi vida: Isabella.
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