Si una economía tiene una moneda demasiado
fuerte, hay siempre ganadores y perdedores, tanto dentro como fuera de ese
país. Una moneda demasiado fuerte ayuda a los importadores y perjudica a los
exportadores, y dentro del país ayuda a la demanda de bienes y servicios, eleva
el precio de los bienes raíces y mejora el balance de los bancos, pero desanima
el crecimiento del sector manufacturero y a veces el empleo general. Una moneda
demasiado fuerte es siempre algo que hay que cuidar, pero cuando esa moneda es
el dólar estadounidense las implicaciones alcanzan el último rincón del mundo,
y debemos de estar preparados.
Que el dólar sea típicamente una moneda
fuerte es algo casi genético: el hecho de que sea la reserva de valor de todos
los consumidores e inversionistas le da una valuación que supera su precio
normal. Todos estamos dispuestos a perder incluso, teniendo un rendimiento de
cero, con tal de contar con la seguridad y el poder de transacción del dólar.
Los economistas usan el antiguo concepto de “señoreaje” para describir esta característica del dólar y
otras monedas usadas como reserva de valor.
Pero tras la elección de Trump, y como
aquí lo hemos comentado, el dólar se ha apreciado más allá incluso de sus
niveles tradicionales, y parece enfilarse incluso a alturas mayores, a un
estatuto vitamínico a tono con la retórica macha y desafiante de Donald Trump y
la oleada conservadora que se apoderó del gobierno de los Estados Unidos en la
reciente elección.
Pero el mercado de divisas es como una
cobija. Si se jala de un lado para cubrirnos la cara se nos descobijan los
pies. Si el dólar sube es porque las otras divisas bajan en valor. Si el dólar
sube es porque más gente quiere comprarlo, y al mismo tiempo, quiere deshacerse
de las otras divisas.
Del otro lado del dólar fuerte entonces
hay muchas divisas que pierden valor, y es eso lo que le está pasando por
ejemplo a nuestro peso. En cierto margen es bueno tener una moneda más barata,
exportamos más y recibimos más inversión. Pero una moneda demasiado barata
significa que los inversionistas no la quieren, que no le confían, y eso puede
causar muchos problemas a esos países: les puede inducir inflación de costos,
tienen que subir las tasas de interés domésticas para tratar de anclar sus
monedas, el poder adquisitivo de sus habitantes se diezma, y si sus compañías,
familias y gobiernos tiene pasivos en dólares, entonces la solvencia de ese
país y su sector privado puede complicarse.
Si el dólar se fortalece, como parece que
puede ser el caso, bastante más allá de lo que la economía de los Estados
Unidos justificaría, veríamos seguramente a las empresas estadounidenses comprando
compañías por el mundo usando su divisa sobre valorizada, lo cual puede crear
resentimientos en un orden en dónde el gobierno de Trump aplica una diplomacia
panzer contra todos.
Hay otro efecto muy probable. Y peligroso
en el mediano plazo. Un dólar fuerte, como lo habíamos platicado en una columna
anterior, aumenta el precio de los bienes raíces: casas, terrenos residenciales
y comerciales, y edificios. Como la mayor parte de la riqueza de las familias
lo representan los inmuebles, una revalorización de ese sector tendrá dos
efectos: las familias se sentirán más ricas y gastarán más allá de sus medios;
y los bancos prestarán más dinero, pues en sus activos obra un porcentaje
importante de bienes raíces por un lado, y por el otro el colateral de sus
clientes sube de valor.
Un contexto como este es el fermento ideal
para un mercado alcista en las bolsas. El panorama es casi un reflejo al
período 2001-2008 cuando un espiral alcista de precios de bienes raíces
retroalimentó una burbuja accionaria que acabó reventando y hundiendo a la
economía global en una profunda recesión.
Un dólar demasiado fuerte puede crear la
ilusión de una falsa prosperidad, y ese es el ingrediente básico para un
mercado desquiciado, que desalinee el equilibrio entre sectores y provoque
burbujas que acaben tronando por todas partes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario