El cadáver del Consenso de Washington está
pasando frente a nosotros. Y contrario a lo que sus más arduos defensores
pregonaban, el enterrador no fue un movimiento izquierdista latinoamericano,
sino una revuelta populista de ultraderecha encabezada por un billonario
neoyorquino que se benefició como pocos de la globalización contra la cual hoy
se lanza.
Es curioso como la ideología enceguece.
Durante décadas los defensores del Consenso de Washington juraron que la
amenaza contra dicho credo venía de la izquierda, jurando que de la derecha
sólo vendría devoción y defensa: Pero desde el corazón mismo del capitalismo:
desde una torre dorada en el corazón de la quinta avenida, surgió la ventisca
furiosa que está dinamitando al Consenso de Washington de adentro hacia fuera,
como una metástasis.
El Consenso de Washington (sobra precisar
en dónde se originó) se sintetiza en un conjunto de reglas que fueron adoptadas
por los liberales y los conservadores por igual, y que con algunas
modulaciones, fueron adoptadas y propagadas por todo el mundo. Dichas reglas
fueron el credo de la globalización: una política monetaria conservadora; una
política fiscal encaminada a buscar equilibrio; una economía global cada vez
más integrada; un vector de divisas estable; y la creencia de que el libre
comercio y el libre flujo de capitales y factores produciría bienestar en el
largo plazo.
A twitazos, Donald Trump ha sepultado al
Consenso de Washington y lo está sustituyendo por un conjunto de prejuicios
amorfos que en su conjunto no representan un plan, no conforman un esquema
viable para que la economía global, ni la de Estados Unidos, tengan viabilidad
en el mediano plazo.
Contra la integración y el libre comercio,
Donald Trump ordena construir un muro y levar aranceles contra las
importaciones de los países que caprichosamente él considera como abusadores de
los Estados Unidos; contra una política monetaria conservadora, Trump hace ver
su animadversión contra la presidenta de la Fed, Janet Yellen y se autoproclama
“rey de la deuda”, adicto a las tasas bajas; contra los balances fiscales
sólidos el Donald proclama que para él el ejército va antes que los déficit;
ante el integracionismo Trump subvierte el histórico atlantismo de su país y se
convierte en dinamitador de la Unión Europea; contra el libre flujo de factores
el Donald vocifera deportaciones, expulsiones y segregación; contra la
estabilidad de divisas Trump presume un dólar estamíneo y afrentoso contra
todas las demás monedas; y contra la globalización, unos Estados Unidos
encerrados en si, y contra si mismos.
Lo más grave es que mientras las columnas
del Consenso de Washington son derrumbadas una a una, en su lugar no se levanta
nada: ni una idea siquiera, ya no digamos un nuevo consenso, un nuevo conjunto
de reglas. Nada. Donald Trump no tiene un plan, no tiene una idea que remplace al defenestrado Consenso. No lo
sustituye, lo defenestra y en su lugar no hay ni retazos: hay caprichos, hay trampas
y descaro.
Del arsenal proteccionista de la inmediata
postguerra Trump sustrae aranceles de 20 o de 35%; del guardarropa reaganiano
Trump cataloga a capricho a países sospechosos de terroristas y detiene el
flujo de migrantes; contra China, su principal acreedor externo, lanza un guiño
a Formosa. Lo que está construyendo es un Frankestein: mayores aranceles, dólar
fuerte, déficits y proteccionismo. La mitad de sus decisiones serán obliteradas
por la otra mitad, y en su conjunto, está cavando una zanja en donde la
economía de los Estados Unidos, y con ella la del mundo, quedará atascada en
los próximos años.
La economía seguirá creciendo en los
próximos meses por supuesto. El empuje de la era Obama continuará por un poco
más y la tasa de desempleo, en mínimo de casi dos décadas, quizá seguirá
bajando. Más aún: los menores impuestos que Trump está a punto de disparar producirán
un choque de adrenalina que levantará al producto en el corto plazo basado en
un aumento del déficit fiscal. Esto durará un año, quizá casi dos. Y luego
deberemos de prepararnos para las consecuencias.