A mediados del siglo pasado (1948), el gobierno federal mexicano y las entidades federativas comenzaron a construir una estructura que permitiera atender un problema muy complejo: el cobro y la distribución de los impuestos en el país. Dicha estructura se llama el sistema de coordinación fiscal, y hoy es un mecanismo útil y eficiente para regular la relación fiscal entre los dos órdenes de gobierno. Con un poco de imaginación, podría también usarse para combatir el cambio climático, incentivando a las entidades a reducir emisiones de efecto invernadero.
Como todo mecanismo, la coordinación fiscal tiene fallas y límites. La ley que la norma establece que la mayoría de los impuestos federales deben de formar parte de una bolsa común, llamada la Recaudación Federal Participable (la RFP), la cual debe de distribuirse entre los Estados y Municipios del país a través de una serie de rubros presupuestales, de entre los cuales los más importantes son las participaciones y las aportaciones.
La RFP se distribuye de acuerdo con una fórmula, cuyo ponderador más importante es la población de cada entidad, lo que sesga la distribución hacia las entidades más pobladas, desincentivando los esfuerzos de recaudación de estados y municipios más pequeños.
A pesar de sus carencias, la fórmula que distribuye la RFP entre estados y municipios del país funciona bien, y podría incorporar algún factor o factores que los incentivaran a reducir gases de efecto invernadero mediante proyectos, contribuciones, o acuerdos que eliminen o capturen dióxido de carbono equivalente.
Muchos de los principales emisores de gases de efecto invernadero están ligados a los gobiernos municipales, más que al gobierno federal. El cambio climático es un problema planetario, pero con orígenes muy locales.
Con mucho, la principal fuente de gases de efecto invernadero es la producción de energía, y las grandes ciudades son una de las principales razones para ello: el alumbrado público; el bombeo de agua; el metro, tranvía y trolebuses; la iluminación de hogares, comercios y edificios públicos, son de los principales demandantes de energía y por tanto los responsables de una parte importante de los gases CO2 equivalentes que emiten los países.
Junto con esas fuentes muy evidentes se encuentran otras que no lo son tanto. Un ejemplo son los basureros, y los drenajes de las grandes ciudades. Mientras que los autos, las casas y el alumbrado público se encuentran desperdigados por todo el municipio, los basureros y el sistema de drenaje se encuentran concentrados en ubicaciones muy precisas que potencian la emisión de gases de efecto invernadero.
Los basureros de las grandes ciudades suelen ser el principal emisor individual de esos gases, y representan una proporción muy elevada de las emisiones CO2 equivalentes de las regiones en donde se encuentran, sin contar con otros problemas gravísimos como los lixiviados que contaminan los mantos freáticos. Los rellenos sanitarios son un pasivo ecológico terrible, y bien haría el sistema de coordinación fiscal en crear algún mecanismo que incentive a municipios y estados (en ese orden), a reducir su impacto ambiental y climático.
Algo similar ocurre con los sistemas de drenaje. La mayoría de nosotros preferimos ni siquiera pensar lo que ocurre en y con el drenaje de las grandes ciudades. ¿En dónde desembocan y qué ocurre en ese punto? Tristemente, ignorarlo no resuelve el problema, y el metano que resulta de la descomposición de los lodos de los drenajes municipales en las grandes aglomeraciones urbanas son un pasivo climático considerable.
La descomposición de la basura representa poco más del tres por ciento de los gases de efecto invernadero del mundo. En el nivel individual son de los mayores emisores. Se necesitan millones de autos contaminando para equiparar las emisiones de un basurero de una gran ciudad.
Hace algunos años se tomó una pésima decisión fiscal en México: dejar el cobro de la tenencia de autos a la decisión de las entidades federativas, cuyos gobernadores compitieron por popularidad eliminándolo en serie y casi desapareciendo su cobro.
Desde el punto de vista fiscal y de emisiones la tenencia es un impuesto muy eficiente. En el espíritu de Pigou, la tenencia es el precio que paga todo consumidor por contaminar, y aunque la tasa del impuesto no está ligada a la eficiencia de emisiones, entidades como la Ciudad de México proporcionan el incentivo ambiental correcto exentando de la tenencia a los autos que no contaminan.
No sería muy complicado que la fórmula con la que se distribuye entre estados y municipios de México incluyera algún o algunos parámetros que incentivaran a sus participantes a reducir emisiones. Podría estar por ejemplo ligado a hectáreas de bosque reforestadas per cápita; a proyectos de capturas de biogas en los grandes rellenos sanitarios; a incorporar en los derechos de agua conceptos que ayuden a financiar el tratamiento de los lodos y la reducción del metano. Etc.
Pocos años antes de que México comenzara a erigir su sistema de coordinación fiscal, un economista inglés. Arthur C Pigou proponía que aquellos que, al producir bienes, emitían algún daño para la sociedad (como la contaminación, o los cigarros), deberían de pagar por lo que él llamó, externalidades negativas.
Esa idea fue la semilla para la economía ambiental moderna, y subyace en los desesperados esfuerzos de muchas personas e instituciones para ayudar a abatir el cambio climático. La estrategia fiscal y el medio ambiente pueden ser aliados, y nuestra coordinación fiscal sería un marco muy adecuado para ello.
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