No. No es ranchero, y no, tampoco es domingo. Pero de alguna forma tengo que dejar rastro en este blog del paso por mi ciudad, y de paso por mi vida, de Bruce Springsteen.
Nunca lo había visto en concierto, que es su hábitat natural. Más allá del estudio de grabación y los videos, Bruce Springsteen supo desde el principio que el concierto de rock era lo más parecido a la comunión, lo más cercano a un ritual de la tribu, acostumbrada a saludar tan solo en la lejanía de la radio o de la imagen a los viejos sabios del clan.
El lunes 5 de diciembre, 17 días antes del fin del mundo, y en una señal inequívoca de que tal evento definitivo sucederá, la suma de mis virtudes y la ignorancia de mis defectos, hizo que el Supremo me concediera, antes de la catástrofe final, ver en vivo a Bruce.
¿Qué tan fan soy de Bruce? Bueno, he peregrinado hasta Freehold, New Jersey; he caminado por los tablones salitrosos de Ashbury Park. Y si, conozco ese “Kingston Bar” en donde el protagonista de “Hungry Heart” conoce a su chica.
He cantado con mis amigos de New Jersey, junto a una rocola en un bar de Princeton, las estrofas iniciales de “Thunder Road”. Fuera de eso, normal.
Yo asocio a Bruce con los períodos más tristes y con algunos de los más felices de mi vida. Acepto que en parte, los dos últimos versos de “Thunder Road” determinaron parte del destino que quise forjarme para mí.
Yo le debo Bruce a ese otro fanático de Springsteen que es Juan Villoro, luego de leer el texto que sobre él escribió Villoro en un legendario libro llamado “Crines. Lecturas de Rock”, que yo compré y leí en el verano de 1983 en una improbable librería de Monclova.
Ese lunes 5 de diciembre, vi a Juan Villoro al terminar el concierto de Bruce, creo que él, igual que yo, imposible de traducir en palabras, o en gestos, lo que acabábamos de presenciar.
Eddie Veder, uno de mis favoritos, lo atestigua: el resto son gerentes, sólo Bruce es el Jefe. Tal superlativo le viene a Bruce de lo inusitado de sus conciertos, de la comunión plena y desaforada con su público.
Su concierto el lunes 5 de diciembre en México fue la constatación física de una prolongada sospecha: de que no existe sobre el planeta alguien que sea capaz de comulgar con sus feligreses en esta catedral abstracta y común que es el rock and roll como Bruce.
Yo lo sospechaba, lo sabía secretamente, y la diferencia entre sospecharlo y confirmarlo, esa noche rodeado de mis hermanos y amigos, fue un temblor, del cual aún no me repongo.
Nunca lo había visto en concierto, que es su hábitat natural. Más allá del estudio de grabación y los videos, Bruce Springsteen supo desde el principio que el concierto de rock era lo más parecido a la comunión, lo más cercano a un ritual de la tribu, acostumbrada a saludar tan solo en la lejanía de la radio o de la imagen a los viejos sabios del clan.
El lunes 5 de diciembre, 17 días antes del fin del mundo, y en una señal inequívoca de que tal evento definitivo sucederá, la suma de mis virtudes y la ignorancia de mis defectos, hizo que el Supremo me concediera, antes de la catástrofe final, ver en vivo a Bruce.
¿Qué tan fan soy de Bruce? Bueno, he peregrinado hasta Freehold, New Jersey; he caminado por los tablones salitrosos de Ashbury Park. Y si, conozco ese “Kingston Bar” en donde el protagonista de “Hungry Heart” conoce a su chica.
He cantado con mis amigos de New Jersey, junto a una rocola en un bar de Princeton, las estrofas iniciales de “Thunder Road”. Fuera de eso, normal.
Yo asocio a Bruce con los períodos más tristes y con algunos de los más felices de mi vida. Acepto que en parte, los dos últimos versos de “Thunder Road” determinaron parte del destino que quise forjarme para mí.
Yo le debo Bruce a ese otro fanático de Springsteen que es Juan Villoro, luego de leer el texto que sobre él escribió Villoro en un legendario libro llamado “Crines. Lecturas de Rock”, que yo compré y leí en el verano de 1983 en una improbable librería de Monclova.
Ese lunes 5 de diciembre, vi a Juan Villoro al terminar el concierto de Bruce, creo que él, igual que yo, imposible de traducir en palabras, o en gestos, lo que acabábamos de presenciar.
Eddie Veder, uno de mis favoritos, lo atestigua: el resto son gerentes, sólo Bruce es el Jefe. Tal superlativo le viene a Bruce de lo inusitado de sus conciertos, de la comunión plena y desaforada con su público.
Su concierto el lunes 5 de diciembre en México fue la constatación física de una prolongada sospecha: de que no existe sobre el planeta alguien que sea capaz de comulgar con sus feligreses en esta catedral abstracta y común que es el rock and roll como Bruce.
Yo lo sospechaba, lo sabía secretamente, y la diferencia entre sospecharlo y confirmarlo, esa noche rodeado de mis hermanos y amigos, fue un temblor, del cual aún no me repongo.
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