Ayer fue la última noche de su temporada en el Auditorio Nacional. Y allí estuvimos Lety y yo. Yo lo he visto varias veces; en el palenque de Lázaro Cárdenas, Michoacán, y en el Madison Square Garden de Nueva York, entre otros lados. Es grande, enorme, yo soy fan incondicional.
Pero ayer viéndolo de nuevo, celebrándole todas sus extravagancias, cantando todos sus rolas, viendo a la gente adorándolo, pensé no sólo en la diversión, sino en la vida misma.
Recuerdo por ejemplo ir viajando muy niño, en el asiento trasero del auto con mis hermanos, en la insufrible y maravillosa carretera Mazatlán-Durango, y escuchar a mi madre y a mi padre (los dos muertos ya), platicar sobre un jovencito que cantaba canciones extremadamente melodiosas y populares mientras escuchábamos algunas de sus primeras canciones en la radio de aquellos años.
Juan Gabriel ha sobrevivido a su entorno: a sus detractores y a sus panegíricos. Cuando iniciaba su carrera la homosexualidad era un pecado atroz punible hasta con la muerte en muchas regiones de México, hoy las sociedades de convivencia tienen carta de naturalidad en la Ciudad de México y otros estados del país.
No nada más eso. Ha sobrevivido al declive de el ranchero, género que fue una de sus cunas y al cual llevó a alturas inéditas, y que hoy se encuentra en triste desuso y abandono. Sobrevivió al colapso de la balada, de la cual Juan Gabriel fue uno de los mayores pilares en el castellano, y que estos días resuena como ropa vieja en un ropero para las nuevas generaciones.
Sobrevivió incluso a Carlos Monsivais, quien con sus artículos ayudó a que los intelectuales de aquellos años encontraran en Juanga una puerta a la cultura popular y no sintieran culpa al tararearlo. Peor aún, autor de la imperdonable tonada “Ni temo, ni chente, Francisco será presidente”, Juan Gabriel sobrevivió a la muerte del PRI y sobrevivirá su regreso.
Juan Gabriel ha sobrevivido también a sus cantantes: las dos grandes damas del ranchero de la segunda mitad del siglo XX: Lucha Villa y Lola Beltrán, a las que él ayudó también a cincelar y a crecer, ya no están musicalmente con nosotros.
Juan Gabriel ha sobrevivido a sus circunstancias, y sigue siendo él. Aunque cada vez menos. Su voz se aleja cada vez más de aquella potencia telúrica de su juventud, su energía se dosifica a breves momentos y giros que quieren ser coquetos pero que son patéticos, sus nuevas canciones son pálido reflejo de las cúspides casi literarias de su extensísimo perihelio.
Pero Juan Gabriel es lo que fue, y seguirá siendo lo que fue. Hay tantas, tantas canciones de Juan Gabriel que significan tantas cosas para tanta gente, que su música es casi genética, no nada más para México, sino para el castellano. Desde el azote extremo y existencial de “La Diferencia”, hasta la oscura soledad del sepulcro de “Amor Eterno”; desde el desafío amariconado de “Insensible”, hasta la grosera altanería de “Inocente Pobre Amigo”; desde el lirismo sublime de “Te lo pido por favor” hasta la cumbre desgarradora y desolada de “Así Fue”; pasando por la buena ondez de “Caray” y “Querida”, y pasando por la desmesura de “Podría Volver” y “Hasta que te conocí”.
Yo lo quiero tal y cual sin condiciones. Y éste último concierto lo disfruté. como en cada concierto de él en el que he estado, de manera distinta. El está en la vera de la vejez, yo soy un pleno adulto. Mis hijos, que aman a Bob Dylan, aún no logran convencerse de Juanga. Este país es distinto, el mundo es diferente. Pero por algunos momentos Juanga logró lo que mejor sabe hacer: detener el tiempo y hacernos ver que esta vida es amor, temblor, dicha, soledad, abandono, desmesura y a veces, plenitud.
Pero ayer viéndolo de nuevo, celebrándole todas sus extravagancias, cantando todos sus rolas, viendo a la gente adorándolo, pensé no sólo en la diversión, sino en la vida misma.
Recuerdo por ejemplo ir viajando muy niño, en el asiento trasero del auto con mis hermanos, en la insufrible y maravillosa carretera Mazatlán-Durango, y escuchar a mi madre y a mi padre (los dos muertos ya), platicar sobre un jovencito que cantaba canciones extremadamente melodiosas y populares mientras escuchábamos algunas de sus primeras canciones en la radio de aquellos años.
Juan Gabriel ha sobrevivido a su entorno: a sus detractores y a sus panegíricos. Cuando iniciaba su carrera la homosexualidad era un pecado atroz punible hasta con la muerte en muchas regiones de México, hoy las sociedades de convivencia tienen carta de naturalidad en la Ciudad de México y otros estados del país.
No nada más eso. Ha sobrevivido al declive de el ranchero, género que fue una de sus cunas y al cual llevó a alturas inéditas, y que hoy se encuentra en triste desuso y abandono. Sobrevivió al colapso de la balada, de la cual Juan Gabriel fue uno de los mayores pilares en el castellano, y que estos días resuena como ropa vieja en un ropero para las nuevas generaciones.
Sobrevivió incluso a Carlos Monsivais, quien con sus artículos ayudó a que los intelectuales de aquellos años encontraran en Juanga una puerta a la cultura popular y no sintieran culpa al tararearlo. Peor aún, autor de la imperdonable tonada “Ni temo, ni chente, Francisco será presidente”, Juan Gabriel sobrevivió a la muerte del PRI y sobrevivirá su regreso.
Juan Gabriel ha sobrevivido también a sus cantantes: las dos grandes damas del ranchero de la segunda mitad del siglo XX: Lucha Villa y Lola Beltrán, a las que él ayudó también a cincelar y a crecer, ya no están musicalmente con nosotros.
Juan Gabriel ha sobrevivido a sus circunstancias, y sigue siendo él. Aunque cada vez menos. Su voz se aleja cada vez más de aquella potencia telúrica de su juventud, su energía se dosifica a breves momentos y giros que quieren ser coquetos pero que son patéticos, sus nuevas canciones son pálido reflejo de las cúspides casi literarias de su extensísimo perihelio.
Pero Juan Gabriel es lo que fue, y seguirá siendo lo que fue. Hay tantas, tantas canciones de Juan Gabriel que significan tantas cosas para tanta gente, que su música es casi genética, no nada más para México, sino para el castellano. Desde el azote extremo y existencial de “La Diferencia”, hasta la oscura soledad del sepulcro de “Amor Eterno”; desde el desafío amariconado de “Insensible”, hasta la grosera altanería de “Inocente Pobre Amigo”; desde el lirismo sublime de “Te lo pido por favor” hasta la cumbre desgarradora y desolada de “Así Fue”; pasando por la buena ondez de “Caray” y “Querida”, y pasando por la desmesura de “Podría Volver” y “Hasta que te conocí”.
Yo lo quiero tal y cual sin condiciones. Y éste último concierto lo disfruté. como en cada concierto de él en el que he estado, de manera distinta. El está en la vera de la vejez, yo soy un pleno adulto. Mis hijos, que aman a Bob Dylan, aún no logran convencerse de Juanga. Este país es distinto, el mundo es diferente. Pero por algunos momentos Juanga logró lo que mejor sabe hacer: detener el tiempo y hacernos ver que esta vida es amor, temblor, dicha, soledad, abandono, desmesura y a veces, plenitud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario