Lo que la economía de nuestro país necesita podría
sintetizarse en una sola palabra: infraestructura, es decir, la inversión en
capital general, esto es, capital que sirve para todas las empresas y para
todas las familias de manera no exclusiva.
La infraestructura es el bien público por excelencia, se
construye para todos y todos podemos disfrutarla, en algunos casos previa pago
de una tarifa. Pero como todos la disfrutamos existe la posibilidad de que
algunos que la disfruten, no paguen por ella, que decidan tomar una actitud de
polizontes.
Llevo varios semestres tratando de convencer a la Universidad
Nacional de que debemos de impartir uno o dos cursos sobre financiamiento de
infraestructura en la curricula de varias carreras, no he tenido mucho éxito
hasta ahora a pesar de la comprensión de las autoridades al argumento de la
urgencia enorme de contar con profesionales que sepan los complicados
procedimientos necesarios para financiar los grandes proyectos de infraestructura
que el país requiere.
La infraestructura tiene un problema complicado, como
mencionábamos al principio, es una necesidad de todos, y por lo tanto requiere
de la voluntad y el esfuerzo de todos (es decir, del Estado), para concretarse.
El segundo es que es extremadamente costosa, tan costosa que no puede ser
solventada por un solo actor y requiere por lo general del esfuerzo financiero
de todos, es decir, tiene que ser financiada con impuestos, o con las tarifas
de quienes la usan, esto es, requiere de nuevo, de la participación del Estado.
En efecto, una de las formas de ver al Estado es como un ente
que es la suma de todos, fiscal y políticamente. El Estado puede y debe actuar
en nombre de los miembros de un colectivo, y por lo tanto puede y debe tomar
acciones que un individuo por sí solo no puede emprender. La infraestructura es
uno de los casos típicos y en esta ocasión urgente, de acción del Estado.
Si el Estado está fiscalmente comprometido, como lo estuvo el
Estado mexicano desde 1982 hasta 1997 más o menos, entonces no podrá emprender
los grandes proyectos de infraestructura que necesitamos todos, sólo un Estado
fiscalmente sólido (y de allí la importancia crucial de la reforma fiscal),
podrá tener la capacidad intertemporal de financiar los enormes proyectos de
infraestructura que servirán a todas las empresas y familias del país.
Pero ni siquiera el Estado fiscalmente más sólido del mundo
(y en estos años, eso es avis rara) puede emprender bajo el mecanismo
tradicional de Obra Pública los proyectos necesarios para cumplir con las
necesidades de las economías modernas.
Basta echarle una ojeada al estado de la infraestructura en
los Estados Unidos, a las calles de San Francisco, al puerto de Los Angeles, a
sus aeropuertos, a la disponibilidad de banda ancha en los espacios públicos.
Incluso la economía más poderosa del mundo tiene carencias de infraestructura
notables que constriñen el crecimiento potencial de su producto interno.
En México sufrimos una auténtica catástrofe. Justo cuando la
pirámide poblacional estaba a punto de entrar en su parte más dinámica, con la
población en edad de trabajar representando la mayoría de la población total,
lo que se ha dado en llamar el bono demográfico, el país entra en un período de
quiebras fiscales y financieras sucesivas: en 1976, 1982 y de nuevo, en 1994.
Esa confluencia fatal de un Estado fiscal y financieramente
quebrado por casi treinta años ininterrumpidos y el bono demográfico potenció
las carencias que el país tiene en materia de infraestructura. A lo anterior se
añadió un agravante: en ese período también, y dado que la quiebra fiscal fue
causada por crisis de balanza de pagos que tuvieron que resolverse exportando
lo más posible, el norte del país se convirtió en el eje industrial y exportador
de la nación.
En términos de infraestructura la geografía del país
representa un reto peculiar: el norte es anchísimo y el sur es estrecho. Al
industrializar el norte del país, lo cual era natural pues la cercanía reduce
el costo de exportación hacia el principal mercado del mundo, los
requerimientos de infraestructura se exponenciaron. Aún hoy no existe una forma
directa de conectar el extenso norte del país: para ir de Tijuana a Matamoros
es más fácil bajar al centro del país primero, no existe un corredor
transversal que una al norte de México, la infraestructura sigue siendo radial,
centrada en la capital de la nación, a pesar de la importancia que el norte de
México reviste no únicamente para la economía nacional, sino para la de los
Estados Unidos.
La ausencia de una articulación multimodal del norte de
México, uno de los corredores industriales más importantes del mundo, es apenas
uno de los muchos proyectos pendientes de infraestructura en el país: la recién
abierta carretera Mazatlán-Durango; el eje Ciudad de México-Tuxpan; el sistema
Mitla-Tehuantepec; todos ellos abiertos recientemente o a punto de abrirse,
apenas comienza a subsanar una parte menor de los enormes requerimientos de
infraestructura del país.
Pero es tanto lo que falta que costearlo produce mareos: un
puerto completo, quizá dos en el Pacífico; una remodelación completa del puerto
de Veracruz y la conclusión y expansión de Altamira; ampliación de la capacidad
aérea y portuaria en la Península de Yucatán; multiplicar la red ferroviaria de
la nación; conectar con Metro y/o red de suburbanos las principales zonas
metropolitanas del país; un aeropuerto nuevo para el Valle de México y la
ampliación de la capacidad de los de Guadalajara, Hermosillo y Chihuahua;
completar los corredores transoceánicos (Mazatlán-Matamoros; Manzanill-Laredo;
Tehuantepec-Coatzacoalcos); ampliación de los grandes ejes multimodales que
comunican el Valle de México con el norte (México-Laredo;
México-Piedras-Negras; México-Tijuana).
El tímido listado del párrafo anterior se limita tan sólo a
las necesidades en términos de transporte y de movilidad, y no incluye un solo
proyecto de comunicaciones, en donde las inversiones son igual o más
acuciantes: la densidad de banda ancha del país, la rapidez de la conexión; la
accesibilidad a la red de satélites de todo el territorio; la penetración de
dispositivos móviles entre la población; etc., son algunos de los temas
pendientes en materia de comunicación.
La lista es interminable: las necesidades de inversión en
agua para el Valle de México y el norte del país; el desarrollo de nuevos y más
eficientes distritos de riego que ahorren el agua que se filtra al subsuelo; el
tratamiento de aguas residuales en donde México tiene uno de los índices más
bajos en la OCDE; la actualización y mejoramiento en la red de distribución de
energía, la migración a la red de 230; el mejoramiento de la red hospitalaria
de México; el listado y los montos necesarios para invertir son tan vastos que
se necesitaría el doble de lo que ahora se canaliza a inversión como porcentaje
del PIB para comenzar a equiparar el equipamiento de capital de infraestructura
mexicano a los estándares de nuestros principales socios económicos.
¿Cómo financiar hoy los proyectos que necesitamos para el
mañana inmediato? El Estado mexicano enfrentó éste dilema en los años del
cincuenta al setenta de la manera más ineficiente posible: con déficits y deuda
pública. Fue un error fatal. Un cálculo muy sencillo que muestre el monto
necesario para financiar los proyectos aquí esbozados como porcentaje del PIB
habría bastado para soterrar toda megalomanía. Creyéndose imperiales, los
presidentes de aquellos años se embarcaron en una retahíla de obras públicas que
acabaron por quebrar al Estado.
La obra pública en ocasiones no sólo es incosteable, sino
ineficiente técnicamente. El Estado no tiene a los mejores ingenieros porque su
labor no es construir sino proveer los servicios resultantes. El Estado debe
saber escuchar y trabajar con el sector privado para llevar acabo los proyectos
de infraestructura más complejos. Esos proyectos no son rentables desde la
óptica privada, pero si lo son bajo la óptica social. La asociación del público
con el privado deberían de producir una mezcla deseable de factibilidad y
rentabilidad económica que se traduciría en más infraestructura el menor costo
fiscal posible.
En los últimos quince años esa nueva forma de hacer
infraestructura, mediante asociaciones púbico-privadas ha ido ganando pie en México.
Generar una asociación pública y privada es harto complejo y consume muchísimo
tiempo, pero el resultado es una infraestructura mejor pensada, mejor
ejecutada, y mejor mantenida y operada. Es esta la forma, no hay duda, en que
la infraestructura que se necesita debe de ejecutarse: la obra pública debe ser
apenas una de las opciones en el expediente que debe usarse en las ocasiones en
que los proyectos son de baja rentabilidad económica, con altos riesgos de
construcción, o de urgente aplicación.
Una cosa más necesitamos: ingenieros civiles. El México
moderno fue construido por una generación extraordinaria de ingenieros civiles,
capitaneados por uno de los mexicanos más brillantes que hemos tenido: Bernardo
Quintana. La generación del ingeniero Quintana construyó ésta país
geológicamente complejísimo al albergue de un Estado autoritario y con una
enorme capacidad de maniobra política. Cuando ese Estado quiebra durante la
larga postración económica de 1976-1996, una generación completa de mexicanos o
quizá dos, olvidan a la ingeniería civil como una de sus opciones profesionales
ante el derrumbe estrepitoso del gasto en infraestructura.
El efecto que la caída en la matrícula de la carrera de
ingeniero civil ha tenido en el PIB potencial del país seguramente es muy
significativo. Ha creado un considerable cuello de botella. Pienso en el
Ingeniero Quintana, en el Ingeniero Slim, en el Ingeniero Mendoza Fernández, y
luego me cuesta trabajo pensar en un ingeniero de la siguiente generación, o de
la siguiente. Incluso en este momento, en que la inversión en infraestructura
se encuentra lejos del ritmo que necesitamos, nos hacen falta ya ingenieros.
Tenemos suerte que una de las economías que más ingenieros
produjo en los últimos treinta años, España, se encuentre en una profunda
depresión y que hablemos el mismo idioma. Si fuéramos listos como país
deberíamos de estar incentivando por todos los medios una nueva ola migratoria
de españoles hacia México, debemos de importar ese capital humano que
descuidamos en México en los últimos treinta años pero que tan bien se produjo
en España.
El reto de la economía mexicana por primera vez en un par de
generaciones no es la falta de dinero. Este es pletórico, las Afores tienen
recursos para financiar una buena parte de los requerimientos de
infraestructura. Lo que necesitamos es capacidad de ejecución: la imaginación y
el talento para que ese ahorro de largo plazo se convierta en inversión de
largo plazo. Sería imperdonable que dejáramos pasar esta irrepetible
oportunidad.
Hace unos años el magistral ensayista que es Gabriel Zaid
tipificaba la política fiscal de López Portillo con un título lapidario y
definitorio, lo llamaba “un presidente apostador” por su irresponsable
dependencia en los déficits y la deuda que apostaban a que las condiciones de
liquidez de los mercados, que bañaban con crédito a México, serían eternas.
Treinta años después debemos de volver a apostar, pero ésta vez por la
infraestructura, no por los déficits, esta es la apuesta que vale la pena.
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