En algún momento de nuestras carreras, todos los economistas
somos monetaristas. A algunos se nos quita, otros nunca dejan de serlo, e
incluso quienes dejamos de serlo, de repente en el insomnio o en la vigilia,
repetimos para nuestros adentros el dictum inscrito en el templo de Friedman:
“la inflación es en todo lugar y momento, un fenómeno monetario”.
La lógica monetarista es impecable: si el circulante aumenta
a una tasa mayor a la que aumenta el producto interno, habrá más dinero
persiguiendo menos bienes y por lo tanto tendrá que haber forzosamente un
incremento en los precios. Inapelable. Este argumento tiene su raíz en un
axioma matemático sencillísimo: es el promedio del cociente de dos tasas de
crecimiento. No hay como refutarlo.
Pero así como los cínicos refutaban el sofisma de Zenón de
Helea sobre la imposibilidad del movimiento lanzando una flecha que daba en el
blanco, los economistas de estos días podemos demostrar cínicamente la
invalidez del argumento monetarista asomándonos por la ventana y mostrando (no
demostrando), que la mayor inyección de liquidez de los bancos centrales al
sistema financiero de la historia, la llevada a cabo de 2009 hasta la fecha, no
ha producido un gramo de inflación.
Muy por el contrario, el peligro inminente en Europa es el de
deflación, la de una secuencia prolongada de caída en los precios. En Grecia,
Portugal, en España, e incluso en algunos sectores en Alemania los precios no
únicamente no están subiendo, sino que están cayendo. Las tasas de interés más
bajas de la historia en Europa, las cuales reflejan la inyección ingente de
liquidez de los banqueros centrales en el sistema financiero, han tenido el
efecto absolutamente contrario al predicho por los modelos monetaristas, y no
sólo en Europa. En Japón, la deflación y la inyección de liquidez han convivido
por más de dos décadas, y en los Estados Unidos, en donde la inyección de
liquidez por parte de la Fed es la más vasta en 90 años, la inflación se
encuentra en sus niveles mínimos de otros tantos.
El monetarismo, en tanto escuela que liga la emisión de
moneda a la inflación está completamente muerto. Su obsesión por vigilar a los
llamados “agregados monetarios” como un predictor adelantado de inflación, es
un esfuerzo risible e inútil. Gerald Bouey, el cuarto gobernador del Banco
Central de Canadá, lo puso en una lacónica y preciosa frase: “nosotros no
abandonamos los agregados monetarios, ellos nos abandonaron a nosotros”. La
cantidad de dinero en circulación no tiene empíricamente ninguna relación con
la inflación medida por los bancos centrales. El monetarismo está tan muerto
como la inflación que tanto teme.
Y sin embargo, el monetarismo no estuvo tan vivo como hoy.
Hay dos razones por las cuales el monetarismo no funciona, y
que en el momento que esas dos razones se consideran, el argumento monetarista
renace lleno de utilidad y capacidad predictiva.
La primera es que la inflación que tanto teme el monetarismo
que explote en cuanto se inyecte liquidez al sistema está mal medida. La
inflación en todos los índices del mundo mayoritariamente se mide con base en
precios de consumo corriente, de bienes que consumimos y desaparecen:
alimentos, indumentaria, esparcimiento, servicios de comunicación, la renta del
mes, etc. Todos estos artículos desaparecen al consumirse.
Pero la inflación más importante de los últimos treinta años
no ha sido en esos bienes y servicios medidos por los índices de precios, sino
en los activos, en ese cúmulo de bienes que no se consumen con su uso: casas,
oro, plata, y bonos y acciones. Es allí, en los activos, en donde muy
probablemente la inyección de liquidez de los bancos centrales esté causando la
inflación que no aparece en los índices usuales, es allí, en los mercados de
activos, en donde el dictum monetarista se sostiene incólume.
Y es justa esa razón por la cual el monetarismo falla: como
la inflación de activos, es decir, las burbujas especulativas, son producidas
por los mercados, y el monetarismo cree en la eficiencia de los mercados como
un dogma de principio, el monetarismo no puede ver la validación de su
argumento. Pero es cierto, son los mercados, es más, los mercados eficientes,
quienes provocan las burbujas especulativas entre los activos (bonos, acciones,
hipotecas, commodities) al canalizar
hacia ellos la liquidez inyectada por los bancos centrales. Si los monetaristas
no vieran a los mercados como la manifestación impoluta de una divinidad
platónica infalible, y aceptaran que la eficiencia misma de los mercados
produce necesariamente fenómenos irracionales como las burbujas especulativas,
le harían un gran favor a su argumento fundante.
Existen una segunda razón que el monetarismo debería de
corregir: que ya no hay economías cerradas. Los padres fundadores de la escuela
pensaban que si la Fed metía dinero a la circulación, eventualmente producirían
un rebote inflacionario en algún rincón de Alabama o de Idaho. Pero por muy
grande que sean los Estados Unidos, son una aldea, y la apertura de mercados
que ellos mismo propugnaron con tanta fe, va en detrimento del poder predictivo
de su argumento fundante, pues esa apertura de mercados provoca que la
inyección de liquidez de la Fed de estos años provoque un aumento en los
precios de los bonos o de las acciones en Turquía, en México, en las monedas de
Brasil y de Sudáfrica, o en bonos hipotecarios o en el mercado inmobiliario de
Indonesia o de Dubai.
La inflación está muerta éstos años, pero el exceso de
circulante sigue produciendo aumentos en los precios, sólo que en mercados que
el monetarismo no pensó que fuera posible. El muerto monetarismo sigue vivo,
pero no en su forma original, y no bajo sus premisas fundantes, y eso tiene
consecuencias muy importantes respecto de la forma en que podremos salir de
este marasmo.
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