La aceptación de que uno de los problemas económicos
fundamentales de los últimos años es la creciente desigualdad entre los más
ricos y los más pobres es casi generalizada, tanto en los ámbitos económico
como en el políticos, y en los medios. Discutir sobre la lacerante desigualdad
que caracteriza la sociedad de estos años se ha vuelto ya parte del discurso
convencional y ha obligado a todos los flancos del espectro político a tomar
una posición al respecto.
Es indiscutible que la proporción de los ingresos, y más aún
de los activos que en prácticamente todas las economías reciben un porcentaje
harto minoritario de la sociedad es
desproporcionado respecto de los ingresos y activos mínimos que detentan la
inmensa mayoría de la población. Esa característica, que es un hecho estilizado
del capitalismo, se ha venido agravando de manera afrentosa en las últimas dos
o tres décadas, y es difícil argumentar que dicha desigualdad no pone en riesgo
la concordia entre los miembros de las comunidades.
¿Cómo revertir la excesiva concentración de ingresos y
riqueza en cada vez menos titulares? O lo que es equivalente ¿Cómo hacer para
que la inmensa mayoría de los miembros de la comunidad vivan mejor?
La gran mayoría de la población, que cada vez detenta una
parte cada vez menor de la renta y de la riqueza de las naciones tiene a su
vez, varios problemas. Por un lado están aquellos que no tiene un trabajo,
aquellos millones de personas en todo el mundo que fueron demisionadas de sus
empleos durante la ardua crisis de 2008-2009 y que aún no recuperan sus puestos
en el mercado laboral, a quienes se han añadido millones de jóvenes que se han
incorporado al mercado de trabajo sin poder encontrar uno.
Para esos millones de personas que no tienen ni ingresos ni
activos debido a que no tienen empleo, los remedios de corto plazo no son muy
variados: subsidios, transferencias, subvenciones. En lo que la economía se
reactiva y se crean nuevos empleos en sectores que revivan y vuelvan a absorber
a los millones de trabajadores expulsados por la crisis de hace cinco años, la
única manera de evitar el desgaste humanitario que implica el desempleo de
largo plazo y la falta de oportunidades para los jóvenes es a través de apoyos
cuyo costo debe de ser computado en el déficit público de largo plazo.
Pero existe otro problema aún más desconcertante: que el
ingreso que reciben aquellos que están empleados no es suficiente para vivir
con dignidad. Aquél que trabaja, aquél que detenta un empleo formal y que
durante ocho horas al día o más se esfuerza y sirve, no debería de ser pobre.
La más decente moral, aún del capitalismo más salvaje debería de sustentarse en
la premisa de que aquél que trabaja no debe de ser pobre. La pobreza debería de
estar acotada a aquellos que no tienen la fortuna de poseer un empleo, pero
aquellos que laboran con todas las de la ley, pagan sus impuestos y cumplen con
las reglas de la economía formal, deberían de gozar de un sueldo que les
permita vivir felices y progresar.
Si el capitalismo falla en eso, si el capitalismo no
retribuye a aquellos que trabaja con el ingreso y los activos para vivir por
encima de la línea de pobreza, entonces el mensaje es equívocamente claro: es
mejor la informalidad y la ilegalidad para poder trascender la pobreza y tener
una vida patrimonialmente digna y adecuada.
La discusión sobre el salario mínimo, antes de descansar
sobre argumentos económicos, tiene un sustrato moral: aquél que trabaja no
debería de ser pobre. El salario que recibe debería de ser suficiente para que
quienes trabajen y su familia prosperen y sean felices. ¿Por qué el salario es
insuficiente para salir de la pobreza y los dividendos son pletóricos y dan a
quienes los devengan una riqueza tal que se necesitarían varias generaciones
para consumirse?
Un salario mínimo suficiente para poner a quienes lo devengan
por encima de la línea de pobreza debería de ser una condición sine qua non del
capitalismo: la garantía de que apegarse a las leyes y a las normas es lo adecuado.
Que el salario se deteriore a la par que los dividendos suben crea sin duda un
incentivo de superación y retribuye a aquellos que toman riesgos y contribuyen
a la sociedad con su inventiva y su emprendurismo, pero si la brecha entre las
dos fuentes de ingreso sigue creciendo la estabilidad de la comunidad de los
hombres y mujeres estará a no dudarlo, comprometida.
Un aumento del salario mínimo no sería inflacionario si su
variación es menor al crecimiento de la productividad laboral, lo que ocurre en
la mayoría de las economías industrializadas, la mexicana incluida. Un aumento
en el salario mínimo no debería de modificar la competitividad de una economía
si los principales socios comerciales de un bloque ajustan sus salarios mínimos
en proporciones similares con cierta sincronía.
¿Qué un aumento en el salario mínimo tendrá un efecto sobre
las ganancias? Depende. Seguro, se disminuiría el porcentaje que las ganancias
representan del producto interno de una nación, y el porcentaje correspondiente
a los salarios aumentaría, revirtiendo una concentración del ingreso nacional
en manos de los beneficios que se encuentra en su punta más alto de más de
medio siglo.
Pero si bien el porcentaje de beneficios podría disminuir, el
monto de los mismos seguro aumentaría. Un aumento razonable del salario mínimo
haría crecer el ingreso de la mayoría, la cual se destinaría casi en su
totalidad al consumo, aumentando el tamaño del mercado y el producto interno,
elevando así el monto de las ganancias aunque la proporción de las mismas
dentro del total disminuyera.
Una masa creciente de pobres es un pésimo negocio. Nunca en
la historia de las economías modernas la masa indigente fue mejor negocio que
una mayoría próspera. No nos engañemos: mejorar los salarios mínimos es un buen
negocio.
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