Pronosticar es difícil, en especial el
futuro, decía Neils Bohr, y esta semana, llena de inundaciones, terremotos y
huracanes enfurecidos, nos mostró lo implacable de la sentencia del físico
danés. La naturaleza puede ser despiadada, en buena parte por ser impredecible.
Es por ello que sorprende cómo la cultura popular ignora el hecho que la
incertidumbre es inherente a la naturaleza y en muchos aspectos, a la sociedad:
no, los terremotos no pueden predecirse. Tampoco los huracanes, ni las
inundaciones. Ni los cracks en la bolsa. Lo más inteligente que podemos hacer
es estar conscientes de ello y manejar los riesgos.
Tras el terrible terremoto que sacudió el
centro y sur de México la semana pasada, en redes sociales cundió la especie de
que en un día y una hora cierta habría una réplica de una intensidad ya conocida.
Los pronósticos de lluvias torrenciales tras severas inundaciones no se
hicieron esperar, sólo para tener cielos limpios y días secos. Como si a la
naturaleza le gustara burlarse de los que quieren pronosticarla: sorprende con
huracanes y temblores, y defrauda a quienes luego predicen una nueva ronda de
desastres. No es que la naturaleza sea irónica: es azarosa e impredecible.
Vemos los terremotos por ejemplo. Dichos
fenómenos son extremadamente comunes: ocurren diario, pero con una intensidad
que no tiene efectos mayores sobre nuestras vidas- La enorme mayoría de los
temblores están por debajo de los 6.5 grados y su impacto sobre la sociedad es
nimio. Pronosticar si va a temblar o no es sencillo: temblará, todos los días.
Lo importante entonces es pronosticar los temblores que representan un riesgo
para nuestras vidas, y eso es justo lo que no es posible.
Lo mismo ocurre con las lluvias y
huracanes: lo importante es pronosticar los eventos extremos, los que se salen
tanto del promedio que representan un riesgo para nuestras vidas. Pensar así
implica pensar muy distinto a como solemos pensar. Por ejemplo en estadística
nos enseñan la distribución de probabilidades “normal”, muy parecida a una
campana esbelta, con una panza amplia y un par de colas delgadas en donde se
ubican los eventos poco probables. En nuestras clases de estadísticas nos
enseñan a que para efectos de pronosticar, vale la pena deshacernos de esos
eventos extremos pues son altamente improbables.
Pero cuando se trata de prepararnos para
un terremoto catastrófico, para una tormenta desastrosa, para un huracán
destructor, o un crack bursátil, lo que nos importa justo son esas colas
improbables: esos eventos poco probables pero que de materializarse provocarían
un daño desproporcionado. Su improbabilidad sólo es comparable a las pérdidas
que causaría.
Esos eventos extremos (por definición) son
prácticamente imposibles de pronosticar: pero ocurren, y el daño que producen
es tan considerable que debemos de pensar en cómo prepararnos para ellos. Afortunadamente
hemos avanzado mucho en la forma en que nos preparamos para ellos. En el centro
de México se construyen los edificios pensando en los terremotos extremos, no
en los temblores de todos los días; el drenaje debe ser construido para
soportar avenidas catastróficas, y no las lluvias promedio; los embalses de las
presas deben ser construidos para captar ríos crecidos, y no los cauces
normales. En muchos aspectos el manejo de riesgos ya contempla el prepararnos
para eventos extremos, y no únicamente para los eventos promedio.
Un evento desastroso es justo un evento
poco probable pero que provoca pérdidas muy grandes. Para prepararnos para
ellos lo más importante es aceptar que los desastres son impredecibles, ni
nuestras mejores técnicas para pronosticar nos han dado estimados confiables
para su ocurrencia. Seguiremos a oscuras al respecto. No sabremos cuándo van a
ocurrir, pero si podemos prepararnos para cuando ocurran: un fondo de
emergencia que cubra una parte importante del presupuesto que los gobiernos
aparten para ser usados sólo en esas ocasiones; regulaciones para la
construcción, especialmente para edificios altos; infraestructura que soporte
múltiplos de las condiciones normales; y preparar a la población fuera del día
a día y entrenarlos para saber qué hacer en los desastres.
Lo mismo ocurre con los mercados
financieros y la economía: solemos diseñar políticas públicas y estrategias de
inversión para condiciones normales, pero tendemos a ignorar los desastres
financieros y económicos en vez de estar preparados para ellos en todo momento,
como los chilangos estamos conscientes de que el desastre puede ocurrir en
cualquier momento. Muchos decimos que los meteorólogos son necesarios para que
los economistas nos veamos bien. En realidad debemos de aprender de ellos y de
los sismólogos: ellos saben que los desastres ocurren, y que debemos de estar
siempre preparados.
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