Solemos decir que la inflación es un impuesto. No es correcto. Cuando un precio sube alguien lo paga, pero también, alguien lo recibe. La inflación entonces funciona como un impuesto para quien lo tiene que pagar, pero como un premio para quien lo recibe. No es difícil ver que quien lo paga son quienes no tienen activos, es decir, los pobres, y quienes se benefician son quienes venden los bienes y servicios, es decir, los abastecidos. Este fenómeno es más agudo cuando la inflación viene por el componente más importante del consumo de los pobres: los alimentos, y eso es justo lo que está pasando estos días.
Entre menos afortunado se es económicamente, mayor es la proporción del consumo dedicado a los alimentos. Los afluentes dedican ya una parte mínima de su consumo a los alimentos, y una mayor parte a bienes y servicios de lujo, por lo que cuando la inflación es producida por presiones en el rubro de alimentos, quienes más padecen son los pobres.
En las últimas décadas, por ejemplo, en los países desarrollados la inflación viene de sectores como el de la salud y la educación privadas, y en el de bienes raíces, en donde los precios se han incrementado irrefrenablemente. Para los pobres, la inflación las presiones de precios en esos sectores no son tan importantes por el triste hecho de que no tienen acceso a los mismos.
Un vistazo rápido a algunos indicadores nos muestra lo crítico que este comportamiento de la inflación puede convertirse si no se resuelven en el mediano plazo las condiciones que lo producen: cuellos de botella en múltiples insumos, saturación de rutas comerciales y de almacenamiento, falta de trabajadores agrícolas y de transporte, altos precios de los fertilizantes, etcétera.
En México, por ejemplo, la inflación general al mes de septiembre fue de 5.8 por ciento, muy por encima del objetivo de 3 por ciento buscado por el Banxico. Pero dicha cifra, medida por el índice de inflación de precios al consumidor (INPC), es un promedio de una centena de bienes y servicio, así que el índice mo revela lo que ocurre en el nivel del consumo de alimentos.
Pero las oficinas de datos suelen proveer una riqueza de datos que permiten analizar los detalles, como es el caso del INEGI y el Banxico, quienes publican varios niveles de desglose del comportamiento de los precios. En particular, la “Canasta de Consumo Mínimo”, la cual refleja de manera más precisa la inflación del sector de alimentos, registra una tasa anual de 6.8 por ciento, un punto completo por encima de la inflación general.
Lo que ocurre en México acontece en casi todas las economías: la inflación de alimentos está superando el ritmo de incremento de los precios generales, lo que implica una caída en el salario real y un incremento en los márgenes de beneficio de las empresas productoras y de sus accionistas. En otras palabras, una regresión en la distribución del ingreso y la riqueza.
La inflación en el sector de alimentos presenta una complejidad: son menos susceptibles a la acción de la política monetaria de los bancos centrales. Tan es así que el indicador preferido de los banqueros centrales es la “inflación subyacente”, que excluye la medición de los precios agrícolas y de energía, por su volatilidad.
La inflación de alimentos, por tanto, va más allá de la política monetaria que busca controlar la inflación en si, y debe de ser atendida por otras medidas.
Para la política fiscal la inflación de alimentos también es complicada de atenuar. Subsidiar alimentos es muy difícil, pues hay múltiples oferentes y demandantes. No es como subsidiar el boleto del Metro o del autobús, o proveer transferencias generales a los pobres. Es muy complicado etiquetar las transferencias para exclusivamente el consumo de alimentos. La emisión de vouchers o timbres, es una solución imperfecta, pero es proclive a la falsificación, al clientelismo y la corrupción.
Los bancos centrales están, en su mayoría, apostando a que la inflación general está sufriendo un incremento temporal. Suponiendo que así sea, no es garantía que la inflación de alimentos sea igualmente temporal, y abatir dicho problema requiere del concurso de herramientas más allá de los alcances de la política monetaria, pues es un problema de oferta, no de demanda.
El Banxico por ejemplo, no puede hacer gran cosa para abaratar el precio de la tortilla o los frijoles, o las pizzas, que tan importante son para la “Canasta de Consumo Mínimo”. Pero la inflación de los alimentos suele alimentar expectativas de inflación general, y pesan mucho en el ánimo de las sociedades si no se doma a tiempo.
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