La relación que tenemos con nuestra ciudad natal es muy curiosa. Casi la sentimos como si fuera nuestra: al mismo tiempo nuestra madre, nuestra hija y nuestra amiga. Más curiosa es la relación con la ciudad adoptiva. Yo no soy mochitense de cuna. Soy mochitense de tumba: allí yacen para siempre mis padres. Pero a esa ciudad yo la quiero como si fuera mía, como si me perteneciera, siendo que ni sabe que existo. MI ciudad, Los Mochis, Sinaloa, es una jovencita que apenas está cumpliendo ciento veinte años, así que esta modesta columna busca ser una declaración de amor a ella, la esmeralda del noroeste.
Las grandes ciudades tienen orígenes míticos: Varsovia fue fundada por una Sirena; Roma por los hijos de una loba; el héroe de la Ilíada, Ulises, funda Lisboa. México-Tenochtitlán fue erigida allí en donde el Dios Tutelar de los mexicas señaló al águila engullendo la serpiente.
La fundación de Los Mochis es mundana. Tiene parte de sus curiosos orígenes en una colonia de socialistas utópicos estadounidenses, que tras fracasar en los finales del siglo XIX, en la construcción de Pacific City, que sería un puerto magnífico en donde hoy se ubica el puerto de Topolobampo, se escinde entre los colonos idealistas, que regresan a los Estados Unidos, y los seguidores de un empresario rapaz, que acabó siendo el fundador, un tal Benjamin Johnson, desarrollando la ciudad alrededor del ingenio azucarero llamado la Sinaloa Sugar Company en 1903, a partir de modestos asentamientos locales previamente existentes.
Para 1935 el pequeño poblado alrededor del ingenio azucarero se había convertido en la ciudad más importante del norte de Sinaloa, por lo que la cabecera, históricamente situada en Ahome, pasa a Los Mochis. Desde entonces la ciudad no ha dejado de crecer y se ha convertido en uno de los centros urbanos más importantes del noroeste mexicano.
¿Qué hacía una colonia de estadounidenses socialistas en la región de Los Mochis en el último cuarto del siglo XIX, en medio del porfiriato?
El jefe de esos socialistas era un insólito ingeniero estadounidense, Albert K Owen, quien había construido en la cuenca del Valle de México el canal de Texcoco y Huehuetoca, y que logró conseguir del gobierno mexicano la concesión y subsidios para tender el ferrocarril Chihuahua-Pacífico, cuya terminal se ubicaría en Pacific City, hoy Topolobampo.
Owen contaba para esa empresa con un socio famosísimo, el General Ulysses Grant, el héroe del norte en la Guerra Civil estadounidense, y décimo octavo presidente de los Estados Unidos, con quien Owen había trabajado de muy joven.
Si. Dentro de los orígenes azarosos de Los Mochis se encuentra el legendario Ulysses Grant, pero también otros héroes menos conocidos. Por ejemplo: la gran comunidad china.
Para construir el vasto tren continental que atraviesa los Estados Unidos, la empresa que construyó la línea ferroviaria desde el Pacífico, echó mano extensivamente de migrantes chinos (y en menor medida, japoneses). Tras la conclusión del ferrocarril dichos trabajadores fueron expulsados de Estados Unidos, y vagaron por el oeste de ese país (¿recuerdan la serie Kung Fu?).
Muchos de ellos entraron a México, y una comunidad muy importante acabó asentada en Los Mochis, así como en Torreón, Mexicali, Culiacán y Mazatlán. Presa del racismo, la comunidad china sufrió persecución y asesinatos, pero acabó siendo una parte fundamental de esas ciudades.
La comida china de Sinaloa, y en particular de Los Mochis, es espectacular, con tintes propios e ingredientes fresquísimos. Una historia similar se encuentra detrás de la más modesta comunidad japonesa de la ciudad, que sin embargo le ha dado a la ciudad algunos platillos distintivos y únicos (las excéntricas uvolas, por ejemplo). Pero va más allá, la comida de Los Mochis, créanmelo, escapa definiciones: de allí son los mejores tacos de asada, allí se revolucionó el hot dog, pocos preparan los camarones como en esa comarca. Somos adictos a inventar platillos.
Los Mochis surge entonces casi como un accidente, tras el fracaso de construir un ferrocarril de Chihuahua al Pacífico, atravesando la impenetrable Sierra Madre Occidental. Pero el propósito secreto era otro: la distancia más corta entre el puerto más importante del Atlántico, la ciudad de Nueva York, y el Océano Pacífico es justo el eje que termina en Los Mochis-Topolobampo. En los cálculos del empresario socialista Albert K Owen estaba la conexión de los dos mayores océanos del mundo en Los Mochis. Parece que a eso le llamamos estos días “near shoring”.
Un origen multi racial, proletariamente cosmopolita, poblada con trabajadores marginales de muchas partes del mundo (la comunidad griega que cultivó el tomate, los catalanes agricultores de papa) y los migrantes de todo el país (notablemente los nayaritas, como mi padre) que fueron engrosando esa comunidad novísima provenientes de las obras del tren, del desarrollo del mayor distrito agrícola de nuestro país, de la agroindustria (de allí son los famosos tomatitos Del Fuerte), y del emporio pesquero asentado en esa región. Los Mochis es el gran granero y pesquería de México.
Yo llegué a esa ciudad de migrantes a los cinco años, proveniente de Escuinapa, Sinaloa, pero nacido en Monclova, Coahuila (échenle la culpa de esta errancia al profe Chencho Amador). Pero desde entonces, y creo que hasta que todo sea, mi alma chilanga es mochitense.
Aún lo recuerdo con sus vívidos colores: la noche en que mi padre nos lleva a nuestro primer partido de beisbol en el estadio Emilio Ibarra Almada. Recuerdo el verde de la grama apareciendo al subir la rampa de las gradas. Que otros se queden con el Real Madrid o el Manchester City. El equipo de mis amores será siempre los campeonísimos Cañeros de Los Mochis, por más que la corona nos toque cada veinte años.
Por más lejos que esté me basta cerrar los ojos para regresar a esa calle callada en las noches de mi infancia, en donde fui plenamente feliz al lado de mis padres, en donde hice amigos que serán de por vida, en donde conocí el amor y el dolor de la muerte. Los Mochis no es mi elección, es mi destino. Y lo acepto.
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