Los Estados Unidos están sufriendo una guerra civil de baja intensidad. Su democracia está bajo asedio por la ultraderecha arrinconada. Hay víctimas mortales en la forma de decenas de inocentes que mueren por crímenes de odio por asesinos para quienes un arma de alto poder es tan accesible como una taza de café. El peligro de secesión es real, como lo demostraron Texas y otros estados del sur reaccionando al resultado de la pasada elección presidencial. La brecha vital entre los militantes de los dos grandes partidos políticos es más grande que nunca, y el rencor y la furia dominan el escenario social como pocas veces en la historia moderna de ese país.
En buena medida los Estados Unidos son víctimas de su propio éxito: las élites que la han gobernado por siglos han creado al país más próspero, militarmente más poderoso, y más innovador que la humanidad haya conocido. Han logrado construir una imagen de sociedad y nación deseada por muchos países en el mundo, y una mitología artística, deportiva, de celebridades que rivalizan con los panteones de dioses antiguos.
Lo anterior ha atraído una migración imparable del resto del mundo. En números ningún grupo se compara, ni de lejos, con la migración mexicana, pero si vemos la cantidad de directores generales de las grandes compañías estadounidenses, resalta la importancia de la migración india, o en las industrias de alta tecnología, la migración del este asiático, o en los departamentos de derivados de los grandes bancos, la migración francesa, o en ciencias básicas, la migración rusa. Los Estados Unidos son el gran imán del talento global, la aspiradora del capital humano que, en un círculo virtuoso para ella, hace más rica a la más rica de las naciones.
En esa economía enormemente poderosa, capaz de crear una riqueza aparentemente imparable, alguien siente que está perdiendo, y que el resto del mundo le está quitando su país: los hombres blancos menos educados. La clase obrera tradicional estadounidense, aquella que floreció de manera portentosa tras la postguerra y que erigió la que es hoy la economía más poderosa del mundo, se siente hoy desplazada por esa misma economía que ya no los necesita como solía hacerlo.
La historia viene de tiempo atrás. Cuando en los años ochenta la base manufacturera estadounidense fue avasallada por aquellos países de industrialización tardía, pero que comenzaron usando tecnologías más actualizadas (como Japón, Alemania y luego Corea), el estadounidense de clase media baja, ligado a la manufactura y a la industria, fue sacudido violentamente. Industrias como la siderúrgica y la automotriz, otrora símbolos del poder norteamericano, se colapsaron y fueron incluso absorbidos por empresas extranjeras.
Pero nuestro vecino floreció de nuevo: aquellas industrias dejaron de ser relevantes, y una nueva economía se construyó alrededor de las computadoras y sus redes, primero, y después, sobre los contenidos mediáticos y de entretenimiento que se consumen a través de esos artefactos. En puerta está un nuevo impulso, basado en la manufactura automatizada (robots, imprentas), y en la inteligencia artificial. El capitalismo estadounidense, con su centro en Silicon Valley, sigue generando industrias nuevas que hacen palidecer a las que se identificaron con la primera etapa de esplendor de los Estados Unidos.
Pero los obreros que necesitan las nuevas industrias, la inteligencia artificial, la automatización, el diseño de chips cada vez más poderosos, son muy distintos a los que requería la fuerza bruta de la siderurgia y la vieja manufactura.
Los nuevos obreros requieren habilidades lógicas-matemáticas que no se encuentran de manera masiva, como la fuerza y las habilidades manuales, y las universidades y la sociedad estadounidense han tenido que abrir su mercado laboral para aceptar trabajadores con esas características de donde puedan encontrarlos. Países con tradiciones educativas que enfatizan esas cualidades, como India, China, Japón, Rusia, Francia, y otras, han contribuido de manera desproporcionada a satisfacer la demanda de las nuevas industrias estadounidense, y con ello han hecho que las sociedades urbanas de nuestro vecino se hayan convertido en focos de diversidad cultural y lingüística.
Pero en medio de esa apertura necesaria para atraer el talento global, la capa menos educada de la población blanca, protestante y religiosa de los Estados Unidos, es decir, el grupo más numeroso, más ya no mayoritario de ese país, siente que no encaja, que esa nueva economía ya no es para ellos. Se sienten desplazados de su propio país, y que las oportunidades son para otros, de otras razas, de otras lenguas. Es el vasto Estados Unidos rural, situado en mitad del continente, alejado de las costas, que es en donde esa nueva economía florece, son los rancheros de Nebraska, Arkansas y Wyoming, pero también de Texas, son los herederos de la cultura esclavista de Virginia, Georgia y Tennessee, son los cubanos anticastristas de Florida, que han generado una cultura hiper conservadora en ese Estado.
Ese es en general el caldo de cultivo en donde Donald Trump, un millonario egocentrista, conocedor de los miedos y los medios, inigualable merolico de mentiras funcionales para sus propósitos de ser adorado y temido, ha tenido un enorme éxito en crear un discurso y un movimiento que amenaza no sólo a la democracia estadounidense, sino incluso a su integridad territorial.
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