La mezcla de datos sobre el
estado de las principales economías del mundo no es concluyente respecto del
estado que éstas guardan. Un día sale un dato mostrando fortaleza en el sector
manufacturero de los Estados Unidos, el otro se liberan cifras sugiriendo
debilidad en el sector inmobiliario en China, el próximo muestra que a pesar de
que Europa ha retomado tímidamente la senda del crecimiento, el desempleo sigue
en récords de varias décadas.
Desde que la economía global, con
algunas excepciones nacionales, hizo implosión en el año 2008, causando una
devastación inédita en 2009, la tónica económica ha sido precisamente esa: una
recuperación vacilante, dispareja y con avances hoy y retrocesos mañana,
siempre al borde de una recaída que sería muy difícil de administrar.
Justamente para compensar tal
fragilidad extrema de la economía global es que los principales bancos
centrales del mundo han mantenido sus tasas de interés de referencia
prácticamente en cero por ciento durante los últimos cinco años. Han sido años
de una enorme complejidad para los responsables de las finanzas mundiales,
todos los días caminan en la cuerda floja pues saben que una perturbación
inesperada puede convertir la actual fragilidad económica en una nueva recaída
económica global.
Es por eso que el cierre parcial
del gobierno de los Estados Unidos provocado por la negociación política entre
republicanos y demócratas es imperdonable. Es como tener en casa cuidando a un
enfermo grave de pulmonía y que lo sacáramos a esquiar en el hielo.
Replicando lo ocurrido hace
diecisiete años, los republicanos fuerzan a los demócratas a un cierre parcial
del gobierno con el fin de forzar al presidente para que no expanda y recorte
los dos programas de asistencia social más importantes de los Estados Unidos,
Medicare y Medicaid, argumentando que dichos programas son los responsables de
la creciente deuda pública estadounidense.
Como hace diecisiete años, los
republicanos, con una irresponsabilidad infinita, están dispuestos a llevar a
los Estados Unidos a la moratoria, al no aprobarle al presidente la
autorización de techo de endeudamiento suficiente para que el Tesoro obtenga
los recursos para servir su deuda.
Pero hay dos diferencias
fundamentales entre hoy y hace diecisiete años. Entonces la economía de los
Estados Unidos crecía al ritmo más acelerado de la postguerra, y el presidente
se llamaba Bill Clinton.
Los republicanos de entonces,
encabezados por Newt Gingrich pensaron tener a un desamparado Bill Clinton
contra las cuerdas: el gobierno cerrado, con la amenaza de la moratoria, lo
forzarían a pasar los recortes presupuestales a la seguridad social que los
conservadores exigían. Pero sucedió lo contrario. Probablemente en su mejor
momento, Clinton volteó a la opinión pública contra los republicanos, alzando
una ola de furor popular contra el chantaje conservador, sacó de las mangas un
fondo especial para pagar las deudas incluso sin autorización del congreso,
desarmando el chantaje de Gingrich, y forzándolo a levantar el cerco político,
reabriendo el gobierno y propinando una humillante derrota a los republicanos,
quienes fueron arrasados en las elecciones legislativas siguientes.
Esta vez es distinto: el
liderazgo republicano, orillado a esta estrategia por el sector extremo de su
partido, encabezado por el texano Ted Cruz, le ha cerrado el gobierno a un
tímido Obama, y lo ha chantajeado con no aprobarle el techo de endeudamiento
necesario para servir la deuda si no da marcha atrás en la implementación de su
reforma de salud, el Obamacare.
Obama no es Clinton, pero sobre
todo, la economía de Estados Unidos del 2013 no es la de 1996. Si los
republicanos cumplen su promesa y Obama no se humilla sentándose a negociar con
ellos y llevan al Tesoro estadounidense a la moratoria, las consecuencias sobre
los mercados financieros y la economía global podrían ser incalculables.
Si los republicanos no dan a
Obama la autoridad para contratar deuda antes del fin de octubre y Obama no
encuentra una salida los Estados Unidos por primera vez en su historia no
honrarían su deuda. Si eso ocurre, la escala y envergadura del daño a la
economía sería desastroso: se secarían los mercados de crédito bursátil y
bancario y la tímida recuperación económica podría sufrir una reversión fatal
no únicamente en los Estados Unidos sino en el resto del mundo.
El costo del dinero, medido por
la tasa de interés, se dispararía, y las monedas de países como México
sufrirían una aguda turbulencia, aumentando las posibilidades de una nueva
contracción en el ciclo económico.
El drama calculado, la deliberada
tragedia, el histrionismo límite son recursos que la clase política ha usado y
seguirá usando, así que quizá en el límite del calendario, cuando el mundo esté
preparándose para el cataclismo, una de las partes saldrá a zanjar la contienda
y los mercados respirarán aliviados. Pero la torpeza es un don humano esencial,
y si ésta predomina podríamos despeñarnos junto con la economía global en un
abismo horrendo.
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