Europa puede dejar de existir tal y como
la conocemos esta semana. Dos de los países más importantes que conforman su
economía irán a las urnas y los resultados podrían poner a la Unión en su ruta
mediata de desintegración. El jueves el Reino Unido votará si permanece o no en
la Unión Económica Europea (UE); y el domingo España votará de nuevo para
tratar de conformar un gobierno que le ha eludido los últimos seis meses.
El voto británico alude directamente a la
permanencia del país en la UE, y aunque el voto español no tiene ese carácter,
la insurgencia de partidos críticos a la unión seguramente elevarán la tensión
respecto del futuro inmediato y mediato del arreglo económico europeo, el cual
ha mostrado en la última década la asimetría brutal de sus beneficios.
En el momento de escribir esta nota la
salida de Gran Bretaña de la UE, el Brexit, es un volado. Las probabilidades de
los dos resultados parecen parejas y sólo el asesinato de una diputada
laborista parece haber balanceado los momios a favor de la permanencia. Aquí no
hay medias tintas: el abandono de la unión por parte de la pérfida Albión sería
un desastre económico para la economía insular en el muy corto plazo (de hecho,
y en una muestra dramática de que la economía es percepción y anticipación, ya
lo está siendo), pero el efecto más importante es el que tendría sobre la UE
misma en el mediano plazo.
Si el Reino Unido abandona la Unión el
mensaje será imposible de evitar: los costos de la misma son mayores que sus
beneficios para muchos de sus miembros. Si la segunda economía de la UE la
abandona, el avasallamiento teutón será aún más dramático y será inevitable que
las asimetrías en contra de los países menos desarrollados se profundicen. Si
la UE no logra compensar con igualdad social y simetría económica los efectos
del Brexit, entonces el experimento comunitario tendrá sus días contados, y el
verdadero efecto de la partida insular será no sobre la isla, sino sobre el continente
entero y sobre su moneda común.
El voto en España tiene un propósito
distinto por supuesto, pero el resultado de la jornada podría abonar a la
complicación del arreglo económico de la unión. Los últimos seis meses España
ha sido un país sin gobierno, pues los partidos mayores no han acordado una
coalición capaz de formarlo. Todo apunta a que el próximo domingo la
combinación de votos produzca un resultado similar, pero esta vez el partido
mayoritario de la izquierda será Unidos Podemos, una constelación de
agrupaciones tan a la izquierda de los socialistas del PSOE que el centro en
España quedará irreconocible.
Incluso si los españoles dan una mayoría a
una combinación del Partido Popular junto con su desprendimiento de Ciudadanos
y el PSOE, el gobierno no será igual, y administrará un país que será muy
sensible a los barruntos de desintegración de la UE. Unidos Podemos aglomera en
España a los más excluidos de la Unión, a aquellos para quien la última década
ha significado migración, desempleo, bajísimos salarios y precariedad. El hecho
de que ese conglomerado político, que incluye al separatismo catalán, sea el
vector de mayor crecimiento político en la arena española, y que esté a un paso
del envejecido franquismo del PP, es una muestra de la fragilidad social que
subtiende la terrible asimetría política de la Unión.
Luego de varias décadas en que la cohesión
fue la fuerza predominante de la Unión, la última década ha atestiguado un
brutal resurgimiento de las fuerzas centrifugas, aquellas que empujan no
únicamente a la eclosión de la Unión, sino incluso de los países mismos que la
integran: Bélgica quiere separarse en Wallonia y la Bélgica francesa; Cataluña
quiere abandonar España; Escocia quiere desunirse del Reino Unido; Ucrania
difícilmente es un país existente; el minúsculo Chipre quiere una
partenogénesis; y Turquía recurre a la dictadura para evitar la fuga del
Kurdistán.
Charles de Gaulle lamentaba una vez lo
difícil que era gobernar un país, el suyo, en donde había más de doscientos
tipos de quesos. Si factores lácteos son difíciles de conciliar, la historia de
la UE ha mostrado lo complicado que es uniformar el mercado laboral en una zona
geográfica en donde coexisten tantas (y tan bellas) lenguas. Si un mexicano se
desemplea en Guerrero puede viajar casi dos mil kilómetros y trabajar en
Tijuana. Si un español pierde su empleo y viaja dos mil kilómetros a Alemania,
la barrera lingüística le impedirá conseguir un salario. La igualación de los
salarios, que explica el éxito de economías continentales como Estados Unidos,
Canadá o China, está limitada en Europa por la diversidad de idiomas. Y es eso,
hablar en lenguas, a lo que se parecerá la Unión si los ingleses, los dueños de
la lingua franca del continente, deciden poner el mar que los separa, de por
medio.
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