Londres como metáfora. No existe en el
mundo ciudad que epitomice la globalización como Londres. La hasta hoy capital
británica sintetiza en su vida diaria el empuje de la economía global y sus
consecuencias: una ciudad vibrante como ninguna, multicultural, multirracial,
abierta y proyectada haca el futuro. Londres bien podría ser la capital del
mundo, pero no la capital de Inglaterra.
De los cuatro países que conforman hasta
hoy el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, dos votaron quedarse
en Europa: Escocia e Irlanda del Norte, y dos votaron irse: Inglaterra y Gales.
La división geográfica del voto sobre el #Brexit se sobrepone sobre dos
realidades: la primera es tribal, los dos países con una historia propia que
fueron anexados por los ingleses hace muchos siglos, Escocia e Irlanda del
Norte, manifiestan su rechazo a la milenaria conquista de la que fueron objeto
votando por Europa; la segunda realidad es más fundamental y general, y muestra
cómo la Europa comunitaria, como casi todos las otras alternativas, no han
traído a sus habitantes el bienestar y la felicidad que prometieron en su
diseño.
El voto de Inglaterra es por ello
sintomático. No existe ninguna otra ciudad en el mundo que haya sido tan
beneficiada por el proceso de globalización como Londres. Podemos decir más
incluso. Londres y la globalización son una y la misma cosa. Londres inventa la
globalización y la globalización inventa a Londres tal y como la conocemos hoy.
Londres votó mayoritariamente por quedarse en Europa por la sencilla razón de
que alguien no puede separarse de si mismo: Londres es Europa.
Europa y la globalización sin embargo son
grandes ideas, abstracciones que ilustran una realidad económica y cultural.
Londres se encuentra en la llanura del Támesis en el centro de Inglaterra, y es
esa Inglaterra la que ha votado dejar Europa, y por lo tanto ha votado por
abandonar Londres. El racimo de medianas y pequeñas ciudades inglesas dejadas
atrás por Europa y la globalización (es decir, por Londres), han dicho que no
están de acuerdo con la forma en que Londres (es decir, Europa y la
globalización) las han tratado los últimos años.
Cuando decimos que la globalización y la
actual economía han producido un reducido número de ciudadanos vastamente
beneficiados en un mar de ciudadanos con pocas oportunidades y magros salarios,
espacialmente la ilustración de la desigualdad bien puede ser ilustrada por el
contraste entre Londres y el resto de Inglaterra.
Los precios absolutamente delirantes de un
metro cuadrado en Londres, la fastuosidad de sus tiendas, el delirio imperial
de sus parques públicos, la petulancia intelectual de la City, la desbordante
oferta cultural de la Tate Gallery, contrastan con el resto de Inglaterra: casi
rural, poco integrada a la economía de Europa y del mundo, uniracial y temerosa
de la migración como temieron los mil últimos años a los pocos invasores que
pudieron poner pie en su adorada isla: los normandos y los vikingos.
Podemos decir que el voto del #Brexit en
Inglaterra fue una protesta contra la globalización y sus élites. Al votar
contra Europa, Inglaterra votó contra Londres. Al votar contra la
globalización, Inglaterra votó contra un diseño del mundo bosquejado en su
fastuosa capital. Fue una lucha de Inglaterra contra Londres, y Londres perdió.
Pero más allá de esa oposición geográfica,
el #Brexit es una muestra de que la economía del mundo está a punto de dar una
vuelta en U. Si, aquella a la que la Gran Maestra de la globalización, el gran
genio conservador, la británica y londinense Margaret Tatcher alguna vez
rechazó con inglesa ironía (“U-turn if you want, the Lady is not for turning).
El #Brexit ha puesto en peligro la integridad de la Gran Bretaña, y en riesgo a
la viabilidad de la Unión Europea y en al aire la suerte de la moneda común, el
Euro. Ninguna de estas tres entidades tiene su futuro asegurado. Las tres están
en peligro de modificarse de manera radical.
La globalización debe de continuar. La
Europa unida con instituciones comunes y una moneda única es una buena idea. Europa
debe de prevalecer y prolongarse. Pero claramente ni Europa, ni la
globalización pueden seguir como hasta ahora. Debe de darse aquella U-Turn
abjurada por Margaret Tatcher. El péndulo no debe de cambiar, va a cambiar. Es
una cuestión de sobrevivencia para la economía global. Si no dan la vuelta en U
desparecerán en una caos centrífugo de países separándose los unos de los otros
hasta quedar meras tribus.
La globalización, y Europa con ella deben
continuar, pero para continuar deberán de reconstruir el desmantelado Estado
del bienestar, y para reconstruirlo de manera sustentable deberán de aumentar
los impuestos a los deciles de mayores ingresos e incrementar los tributos
corporativos. Deberán de subir los salarios y tendrán que reconstruir la
desfondada red de seguridad social. El vilipendiado Estado del Bienestar
regresará. Aunque no lo quieran, no hay alternativa. Si quieren que Europa y la
Globalización continúen, y continuarán, es absolutamente necesario que los
frutos de esos diseños se repartan de manera más equitativa, que los salarios
vuelvan a crecer, que los impuestos suban, que el gasto público se expanda, que
se remoce la infraestructura. El U-turn es inevitable, el péndulo ya ha dado la
vuelta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario