Donald Trump llegó a la presidencia
convenciendo y convencido de que llegaría a Washington tirando la puerta a
patadas y cambiando el mundo en un santiamén. Hombre que desde que nació ha
tenido su empresa en donde se hace su soberana voluntad, está sufriendo en
carne propia la muestra de que el poder es como el mar: nada lo mueve, pero se
mueve. Y no hay forma de pararlo.
El poder en el Estado democrático moderno es
autónomo. El presidente sólo jala una polea, aprieta un botón, o da un golpe de
timón para encaminarlo en una dirección o en otra: pero nadie puede moverlo por
si sólo, nadie puede voltearlo de cabeza. Incluso en regímenes presidenciales
tan absolutos como era el PRI mexicano de los años setenta, José López
Portillo, quien representó la cúspide del poder unipersonal, razonaba que el
presidente es apenas “el fiel de la balanza”: el más igual entre pares que
inclina a un lado o al otro el enorme peso del poder estatal.
Donald Trump, ignorante supino de la cosa
pública, hizo creer y creyó, que manejar el poder del estado era como manejar
uno de sus clubs de golf: tronando los dedos y esperando el resultado.
Donald Trump fue electo como el héroe de
la ultraderecha. Montado en la plataforma híper-conservadora, avasalló a los
republicanos centristas y luego a los demócratas que la jugaron desde el
centro. ¿Y quién le ha propinado a Trump la que ha sido su peor derrota
política en tan sólo diez semanas de gestión? La ultraderecha que lo prohijó y
cuyas banderas arropó para dinamitar al centro. No nada más no puede controlar
el estado, sino que no puede manejar a la ultraderecha que lo propulsó.
Como decíamos en un comentario anterior.
Trump tiene dos opciones: o se entrega a la ultraderecha que tan bien le sirvió
como candidato, pero que tanto le estorba como presidente, y en ese caso, su
presidencia se acaba; o bien se corre hacia el centro y abraza a los
republicanos de centro a quienes insultó y escupió durante la campaña, e
incluso lanza una guirnalda a sus odiados demócratas si quiere sacar una agenda
mínima en los próximos meses, en cuyo caso se ganará el odio de la
ultraderecha.
La reacción inmediata de Trump ha sido la
de repudiar a la ultraderecha, incluso con sus mortales tweets, y abrazar a
quienes vapuleó: a los republicanos de siempre, a sus odiados políticos de
Washington, mostrando que la mole del poder del Estado acaba siempre venciendo
a aquellos que quieren escapársele: como la gravedad.
El mismo patrón salta por todos lados:
Tillerson, el Secretario de Estado, alabó a la OTAN y amenazó a Rusia,
contraviniendo lo dicho por su jefe Donald Trump, quien había llamado a la
alianza atlántica “obsoleta”. Sus órdenes ejecutivas para contener la migración
de países musulmanes, demasiado extremas, han tenido que ser moduladas y
archivadas ante la acción de jueces y juzgados. Y si el borrador de propuesta
de modificaciones al TLCAN con México y Canadá filtrado por el Wall Street
Journal la semana pasada es el documento que está siendo preparado, sería la
mayor constatación de que la rabia espetada por el candidato Donald, se está
transformando en los maullidos del presidente Trump ante la imposibilidad de
conculcar el estatus quo como él pensó e hizo pensar que podía hacerlo.
Trump tiene un par de tópicos urgentes en
donde va a tener que tragarse enteritas las palabras del candidato Donald: para
empezar el presupuesto. Si Trump insiste en construir el muro frente a México,
y aumentar el gasto militar que el candidato Donald prometió, los republicanos,
especialmente los más conservadores que han jurado impedir que el déficit
fiscal crezca, no lo van a acompañar y pueden darle un revés igual o peor que
el del fallido repudio al Obamacare. La solución normal sería buscar el apoyo
de los demócratas, pero ni Trump los va a buscar, porque sería aceptar que Donald
se equivocó, ni los demócratas se van a ofrecer.
Todo esto ocurre en una arena en donde
Trump ha visto que la popularidad que le dio el Donald se ha derrumbado, y que
es el presidente más impopular de la historia antes de cumplir los primeros
cien días de gobierno. No tiene apoyo en los medios, sus hijos y yernos están
siendo monitoreados por cínicos conflictos de intereses, y el expediente de la
influencia de Rusia y Putin en su campaña y gobierno no lo van a soltar en el
corto plazo.
Y luego viene China. Esta semana
Washington recibirá al líder chino Xi Jingpin, y vamos a ver si Trump es tan
vociferante como lo fue Donald. Donald culpó a China de inventar el mito del
calentamiento global; llamó al gigante asiático un manipulador de su divisa;
juró revertir el monstruoso déficit comercial con ese país; y habló incluso de
beligerancia y rayas en el agua del mar de China. Vamos a ver si el presidente
confirma lo que dijo Donald. O si Trump se traga todas sus palabras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario