Hay un cuarto país en Norteamérica. Más
grande territorialmente que cualquiera de los otros tres. Un cuarto país que no
tiene ciudad capital, que no tiene congreso ni cortes. (Pero si tiene un símbolo,
la mariposa monarca). Es un cuarto país que nadie sabe bien a bien en dónde
está, pero que al menos en el corto plazo, se ha salido esta vez con la suya.
Este país se llama Nafta, y ha doblegado dramáticamente a la fierecilla domada:
Donald Trump, haciendo que los presidentes de los otros dos países le llamaran
abogando por él. Y ha logrado sobrevivir.
Así funcionan los grupos. Suelen ser
distintos a la suma de las partes. Desde una pareja, a una multitud, a una
nación, la suma de voluntades tiende a tener una personalidad distinta a la de
sus componentes. Nafta es un tratado de libre comercio entre los tres países de
Norteamérica. Ese tratado ha creado a lo largo de los 23 años de su existencia,
un ente que no es ni Canadá, ni Estados Unidos, ni México, pero que se les
parece. Todo mundo hablamos de esa entidad llamada Los Beatles, y no de Paul,
John, George y Ringo. Un clásico entre Real y Barça es entre dos entes, no
entre 22 individuos. Jean Paul Sartre dedicó profundas reflexiones justo al
tema de los grupos que valdría la pena recordar.
Porque fue justo ese grupo, el país Nafta,
el que se impuso sobre Trump, obligando a los presidentes de los otros países a
doblarle la mano y a convencerlo de tragarse su veneno. Desde empresarios
manufactureros, hasta comerciantes; desde ambientalistas, hasta académicos; desde
políticos hasta periodistas y artistas; unos más que otros, buscaron presionar
al vociferante Trump para que reculara de su desquiciante promesa de campaña
que amenazaba con hacer realidad la terminación del Nafta.
Esa nación Nafta,
que habla en inglés, español y francés, e incluso en otros idiomas, se ha
impuesto como una realidad superior al poder ejecutivo estadounidense, pero
también fue capaz de mover a los otros dos países en su favor. Nafta es un
cuarto invitado a la mesa que en esta ocasión fue defendida por los otros dos
en contra de su creador original, los EEUU, quien súbitamente quiere repelerlo.
Nafta es un país en sí mismo, que se
enfrenta económicamente a otros países en la concurrencia mundial: a la
amenazada Europa, a la continental China; al Sureste Asiático; a Japón y Corea.
Nafta es el país económicamente más poderoso de la tierra, el más competitivo,
el mayor exportador del mundo. Cierto, la mayor parte del anterior aserto se
explica por la preeminencia de los Estados Unidos dentro de Nafta, pero ese es
justamente el punto.
El principal beneficiario de Nafta han
sido y serán los Estados Unidos. Por eso fueron sobre todos las corporaciones
de ese país las que convencieron al suicida de Trump de no jalar al gatillo de
la pistola que el insensato tenía apoyada en contra de su propio paladar.
Fueron las corporaciones estadounidenses las que mayoritariamente convencieron
al desquiciado de no saltar del alto edificio desde donde había prometido a sus
electores inmolarse. Los Estados Unidos necesita a Nafta para que sus empresas
compitan con los bajos salarios de Asia; sus empresas necesitan a Nafta para
que las materias primas del vasto continente fluyan sin mayores costos;
necesitan a Nafta para crear el mercado con el mayor poder adquisitivo del
mundo; y para evitar la trampa demográfica en la que están hundidas Europa,
Japón y muy pronto, hasta China.
Las economías de los tres países que
conforman el Nafta lo saben: los déficit y superávit entre ellos son una
ilusión óptica. El superávit en cuenta comercial de México con los Estados
Unidos, el gran vudú de Donald Trump, tiene como correlato una cuenta de
capitales enormemente superavitaria para los EEUU. Más aún, si consideráramos
una balanza de pagos unificada entre las tres economías que la conforman, mi
sospecha es que la cuenta intra-Nafta estaría relativamente balanceada.
La economía del país Nafta es sólida en
general, y balanceada. Como todas, tiene sectores perdedores que deben de ser
atendidos y grandes problemas que deben ser resueltos, pero quizá la mejor idea
sea hacerlo dentro del marco de un Nafta mejorado. Y no fuera de él. Hace 23 años,
cuando se negoció el tratado. México renunció a constituir instituciones
multilaterales de fomento y a reglas que permitieran equilibrar a los
perdedores. Eran los años de una curiosa religión: aquella donde el mercado
solito resolvía todo. A la luz del estruendoso fracaso de esa economía fetiche,
cuando ya sabemos que una regulación alineada con incentivos es necesaria.
Cuando hemos visto lo fuerte que somos los mexicanos y cuánto dependen de
nosotros los Estados Unidos, al punto de que, junto con Canadá, podemos cambiar
el sentido del discurso y la acción de Trump. Tomémosle la palabra al
soflamero: renegociemos Nafta.
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