Una guerra civil está ocurriendo en los
Estados Unidos. De baja intensidad aún, pero de manera muy clara. Como
fantasmas cabalgando del pasado, las dos grandes tendencias que forjaron a esa
nación: el aislacionismo y la segregación; y el globalismo y la integración
racial, han roto su pacto de civilidad y en múltiples ciudades e instancias la
acrimonia social va en aumento, azuzada desde arriba por el lamentable
liderazgo de Donald Trump, quien está decidido a enfrentar abiertamente a la
mayoría de los estadounidenses, los cuales no votaron por él y a quienes
gobierna por virtud de un mecanismo electoral atávico.
El fantasma del General Lee, el gran
militar que defendió hasta el final al sur esclavista, provocó el ataque
violento de supremacistas en Charlottesville, en lo parece ser el inicio de una
ola creciente de abiertas manifestaciones nazis en los Estados Unidos,
protegidos por su campeón, Donald Trump. La reacción liberal al abierto
despertar supremacista ha sido firme, abierta y vocal, pero a la defensiva. Los
supremacistas sienten tener de su lado el poder del Estado. Se equivocan al
respecto pero no en un hecho: tienen de su lado el cerebro y la bocaza de
Donald Trump: un descarado supremacista.
El Estado norteamericano se encuentra en
un difícil dilema: ¿cómo conciliar su naturaleza incluyente y compleja con la
visión y el discurso ramplón y segregacionista de su propio líder? Es claro que
Trump está cada vez más solo y que el complejo ente que es el Estado
estadounidense, nucleado alrededor de los intereses económicos, culturales y
militares, está cada vez más desesperado con su Presidente, quien está empeñado
en implantar tercamente su visión mequetrefe y supremacista del mundo.
Ha habido líderes del Estado ruines, pero
eran también estratégicos. Reagan tenía una visión simplista del mundo, pero su
enorme carisma provocaba que los demócratas hicieran grandes esfuerzos para
mantener en sus filas a sus militantes: Trump ha galvanizado a los demócratas,
y muy pocos han abandonado la frontal oposición al presidente.
En su más reciente diatriba Trump
ponderaba al General Lee acusando de esclavistas a Washington y a Jefferson,
reflejando lo ramplón de su concepción de la historia y por lo tanto del presente,
y por lo tanto del futuro que él quiere para los Estados Unidos.
Un Presidente que de manera abierta quiere
enfrentar a la mayoría de sus ciudadanos (Clinton tuvo más de tres millones más
que Trump), causará una división social en su país que seguramente se reflejará
en debilidad económica y quizá militar o estratégica de persistir tal
intención. Tal división coincide con la intención y la ascensión constante de
China como el hegemónico alternativo y con el abandono de los Estados Unidos
como el factor de estabilidad en Asia-Pacífico, la zona que será predominante
en el capitalismo de este siglo.
Este fin de semana un intento de los
supremacistas para manifestarse en Boston, el corazón liberal de Estados
Unidos, fue recibido por una demostración masiva de un arcoíris de personas
proveniente de todas partes del espectro económico y cultural hasta el punto en
que la manifestación tuvo que ser suspendida por sus organizadores, abrumados
por la mayoría de opositores.
La acrimonia no se detendrá por una
sencilla razón: su principal instigador es el Presidente mismo. A pesar de que
las fuerzas del Estado están ejerciendo su capacidad de autoconservación y
antes de inmolarse en una ruta suicida al sesgarse hacia el supremacismo y al
aislacionismo, están expulsando a los miembros más radicales de la coalición de
ultra derecha que llevó a Trump a la presidencia (como el milenarista Steve
Bannon), existe un miembro de esa coalición a quien no pueden expulsar: Donald
Trump.
En la base los estadounidenses están
viviendo una guerra civil, o digamos, una guerra de guerrillas civil:
enfrentamientos numerosos de baja intensidad extendidos por el territorio. Pero
en la cúspide del Estado el enfrentamiento no es menos agrio, y es incluso más virulento: el bloque que
incluye al Secretario del Tesoro: Steven Mnuchin; al estratega económico Gary
Cohn; y al yerno del Presidente, Jared Kushner, todos judíos y quienes
representan a Wall Street, se han enfrentado con éxito creciente al ala ultra
derechista dentro de la Casa Blanca y están conformando una administración más
armónica con los intereses estratégicos del Estado y cada vez más lejos del
desquiciante modelo del supremacismo.
Han sido capaces de expulsarlos a casi
todos, y la caída la semana pasada de Steve Bannon es muy sintomática: en el
balance de poder interno del Estado, Wall Street ha prevalecido sobre los
intereses aldeanos de la ultraderecha. Pero un supremacista sobrevive: Donald
Trump, y es allí en donde la estrategia de Cohn-Mnuchin encuentra su límite:
podrán deshacerse de sus enemigos dentro del Estado, pero no pueden deshacerse
de Trump.
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