El gran atractivo social del capitalismo
ha sido la promesa de que el esfuerzo, la innovación y la suerte pueden cambiar
la vida de las personas. Que a diferencia de las castas de la India, las viejas
monarquías, o los regímenes autoritarios, la gleba puede acumular una fortuna
mayor que la de los reyes. Que un hijo de migrantes sirios como Steve Jobs, puede
crear en unos años la mayor empresa del mundo, que un estudiante brillante de
clase media como Bill Gates puede construir la mayor riqueza del mundo basado
en su saber e inteligencia.
Las llamadas “nuevas tecnologías” surgidas
hace ya casi cuarenta años, crearon una clase económica que ha acumulado las
mayores fortunas de la humanidad, y ha validado la promesa social del
capitalismo a sus habitantes: esfuérzate y progresarás. El apellido no es lo
que cuenta sino lo que traes en la cabeza. Las “nuevas tecnologías”
transformaron al mundo de una forma no vista y hoy, en el borde de la eclosión
de la inteligencia artificial, los robots, los androides y la híper-tecnología,
en donde la ciencia ficción está al borde de perecer al ser producida en masa y
transformar nuestras vidas, es difícil ver cómo el gran lastre del capitalismo:
la desigualdad, pueda ser resuelto.
Pensemos en las sociedades pre-colombinas
en América, en dónde la masa de recolectores y cazadores era reunida alrededor
de las grandes ciudades mesoamericanas y controlada por una casta de astrónomos
y matemáticos que mediante la religión pudieron durante siglos apropiarse del
trabajo de millones de personas ignorantes de los eclipses y la ciencia básica
apropiada por la brillante élite de los mayas, aztecas, teotihuacanos y otros.
Algo similar parece ocurrir en este época.
La agudísima disparidad de la riqueza y los ingresos entre la casta que posee
la híper-tecnología y la masa de la población global es un pálido reflejo de la
distribución del conocimiento. Piensen por ejemplo en el caudal tecnológico que
poseen los ingenieros que desarrollan robots que funcionan ya con inteligencia
artificial y están creando robots replicantes de los humanos, comparado con el
conocimiento que poseen tribus aún nómadas en África, en las colindancias de
las selvas tropicales o en la Sierra tarahumara.
La híper-tecnología en un ámbito en el que
el límite inferior de la sociedad no ha avanzado en su conocimiento científico
del mundo ha provocado que la brecha entre los que más saben y los que menos
saben sea la mayor presenciada en la historia humana, y seguramente esta grieta
no hará más que crecer. La élite híper sabia del mundo, albergada en Sillicon
Valley, Nueva York, Londres, Hong Kong, Moscú y otros núcleos del mundo,
seguirá produciendo artefactos y tecnología para hacer más productivo el
trabajo y más precisas a las máquinas, conllevando a la superfluidad a un
número cada vez mayor de personas sin darles la alternativa de vivir fuera del
mercado laboral (de allí la importancia crítica del debate sobre el ingreso
básico, la cual debe ser acompañada por el debate sobre los impuestos).
La híper tecnología está ya entre
nosotros, y en cuestión de muy pocos años la ciencia ficción será nuestro
cotidiano: las máquinas lo harán todo por nosotros (¿nos gobernarán?) y
tendremos tiempo libre de sobra. Pero ese tiempo libre ¿lo usaremos para saber
más y vivir mejor? ¿o mendigaremos por la calle entre la masa mientras la
minúscula élite propiedad del conocimiento se apropia del mundo y otros
planetas recluidos en sus palacios, intocables y lejanos?
La distancia entre los que más y menos
tienen es menos grave y menos complicada que la brecha entre los que más y los
que menos saben. Quienes generan y alimentan la inteligencia artificial de los
androides que desplazarán a los humanos en el trabajo, ¿qué sabrán, qué harán
con la masa que ignora la mecánica que propulsa las máquinas que los harán
redundantes en el empleo? ¿Cómo usará la masa la democracia cuando vea que
dejan de ser útiles en tanto sustento de la economía y que la inteligencia
artificial los desplaza?
La ciencia ficción, ese mundo de máquinas
omnipresentes, está ya entre nosotros: las acciones de empresas generadoras de
inteligencia artificial se compran y se venden en la bolsa de Nueva York. ¿Cómo
lidiaremos con ella?
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