Los mercados financieros son
impredecibles. El significado de la oración anterior es difícil de entender,
pero implica que quienes invierten allí desconocen si y cuando, una acción en
particular, o el mercado en general, van a subir o bajar. Los últimos nueve
años estar en el mercado ha sido una fiesta, casi todo ha subido, y lo ha hecho
hasta el punto en que, de acuerdo con algunas medidas, las acciones están
caras. Pero aunque los precios estén altos, pueden seguir subiendo, como en una
burbuja especulativa. Y quizá eso esté a punto de pasar.
Luego de alcanzar un fondo terrible en el
año 2009, tras la espantosa crisis financiera de 2008-2009, los mercados
comenzaron a recuperarse y a despegar. Nueve años después su ascenso no se ha
detenido, y el perfil del mercado muestra algunas señales que sugieren la
entrada en una burbuja especulativa.
El año pasado por ejemplo, los índices de
Wall Street (el Dow, el S&P 500, el Nasdaq), tuvieron cierres positivos en
todos y cada uno de los meses del 2017. Este año que recién inicia ha
atestiguado el entusiasmo en todos los sectores, impulsados por un continuado
crecimiento económico y el regalo de Trump a las grandes corporaciones con su
reforma impositiva. Los mercados han subido ocho de las primeras nueve
sesiones. Los mercados ya no caen.
Los indicadores que miden la volatilidad
del mercado (como el VIX) están en mínimos desde el 2008, justo antes de que la
burbuja inmobiliaria estallara, y este sea quizá el indicador de que un tufo a
burbuja especulativa pareciera estarse regando por el mercado.
Una burbuja especulativa es difícil de
identificar. Por mucho que una acción o clase de activos espumee, es arduo
saber si se trata de una burbuja o de una apuesta correcta de los
inversionistas respecto del futuro. Una burbuja se reconoce sólo hasta que se
revienta. No antes.
Pero hay una señal que parece estar
inequívocamente ligada a una burbuja: la euforia. Cuando nos olvidamos de toda
precaución, cuando perdemos todo miedo, cuando desechamos todo cuidado, podemos
abandonarnos al éxtasis y al desenfreno. Y hay muchos indicadores que sugieren
que los inversionistas han tirado la precaución por la ventana: el VIX se
encuentra en mínimo de una década; el S&P supera su promedio móvil de 200
días; y el número de inversionistas optimistas supera al de los pesimistas
(bull/bear index) por primera vez en años.
La primera condición parece estar ya
presente: los inversionistas han abandonado su instinto de conservación. Falta
ver si se entregan a la euforia. Y al respecto debería de haber pocas dudas: la
subida imparable de Wall Street, el rally parejo e irrefrenable del 2017 en
dónde no hubo nada que no subiera (hasta el oro y el petróleo), la locura de
Bitcoin y similares.
Si tuviera que apostar, apostaría a que
estamos ya en una burbuja especulativa. Se huele. Estamos quizá en las etapas
iniciales, pues hay aún algunas acciones (especialmente las bancarias) en donde
los precios no gozan las sobrevaluaciones presentes en la burbuja que explotó
en el 2008-2009.
Si efectivamente estamos en una burbuja, y
si estamos en las etapas iniciales de la misma (lo cual sólo lo sabremos en el
futuro), entonces la implicación es muy importante: el miedo a perderse las
ganancias de la burbuja atraerá a millones de inversionistas bisoños quienes
comprarán lo que se mueva para no perderse la fiesta.
La prensa financiera mexicana está en
deuda con Luis Soto por haber popularizado esa categoría precisa, y
lingüísticamente, preciosa: el inversionista bisoño, aquél que es arrastrado
por la euforia de los demás y compromete sus ahorros con la ilusión de volverse
ricos instantáneamente, pero que acaban sepultados por los despojos cuando los
mercados se derrumban. Son los inversionistas bisoños los que acuden al olor de
la burbuja como abejas a la miel, y quienes la alimentan, inflándola hasta que
revienta.
Si la burbuja está comenzando a inflarse
es tentador subirse en ella y cabalgarla enriqueciéndose con su euforia y
salirse antes de que reviente. El problema es que puede reventar en cualquier
momento: mañana o dentro de dos años, y el riesgo de que nuestro cálculo sea
erróneo es altísimo.
¿Y por qué, vale preguntarse, nos
importaría que alguien gene o pierda en los mercados? La respuesta es sencilla
y contundente: cuando Wall Street festeja sólo sus inversionistas lo gozan.
Pero cuando Wall Street sufre, quien agoniza es el mundo entero.
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