Decir que el mundo cambia es una perogrullada. Cambia a cada minuto y cada día cambia más rápido. Pero si nos detenemos un momento y nos apartamos de la vorágine y vemos el mundo pasar frente a nosotros, da la impresión que no cambia tanto como parece. La economía mundial es muy similar a aquella que diagnosticó Karl Marx hace ciento cincuenta años, y los ciudadanos comunes seguimos sintiendo una rara fascinación por el vestido de novia de una princesa inglesa, la cual, fiel a sus orígenes normandos de hace más de mil años, usó una prenda francesa en su boda.
Un noble francés, Guillermo de Normandía, conquistó por última ocasión las islas británicas en el año 1066, instalando una dinastía normanda en el trono de Inglaterra. La Casa Real inglesa actual, cuyo escudo imperial ostenta una leyenda francesa (“Dieu et Mon Droit”, “Dios y mi Derecho”) es descendiente de aquella casta de conquistadores normandos, los cuales con el paso del tiempo dejaron de ser franceses y un buen día despertaron ingleses, conformando así una oposición franco-británica que ha sido central para la historia política y económica de Europa y del mundo.
La boda del príncipe Enrique y la plebeya Megan Markle es una muestra de cómo sobreviven rasgos feudales en la cultura moderna.
El gran atractivo del capitalismo es la democratización de las oportunidades: en la sociedad feudal la riqueza y el poder se heredaban, era necesario tener la sangre correcta; en el capitalismo estas se obtienen con el capital, independientemente de los genes. La historia del capitalismo moderno, tan bien retratada por Marx, es la disolución de la holgazana casta feudal y la ascendencia de los emprendedores que con su talento, invención, abusos y trampas, acumularon en el comercio, la industria y las finanzas, hasta que el capital se convirtió en el parámetro que ordena la sociedad moderna.
Pero el atractivo de princesas plebeyas casadas con príncipes es la nostalgia por el poder absoluto. La acumulación de capital, tan acendrada en las últimas décadas, ha profundizado las diferencias entre ingresos y riquezas de los deciles más altos de la población respecto al resto. Difícilmente un rey o emperador feudal tuvieron la riqueza y el poder sobre el mundo que tienen hoy Jeff Bezos, Bill Gates, o Warren Buffet. El gran libro de Thomas Piketty “El Capital. En El Siglo XXI” (Con un inocultable guiño a Marx), hace de esa profundizada desigualdad su tema principal, pues ese rasgo de la economía actual es uno de los más inquietantes y difíciles de resolver.
Cierto, las diferencias entre ricos y pobres ya no dependen, en principio, de la sangre, sino del cerebro y el esfuerzo, pero Piketty muestra cómo los ricos siguen siendo ricos y los pobres no rompen su fatalidad, en una persistencia muy preocupante para el desarrollo futuro de la economía mundial. El capitalismo fue exitoso cuando supo compartir los frutos del crecimiento, y así hacerse más atractivo que el régimen ineficiente e inviable que existía detrás de la cortina de hierro.
Pero una vez que el régimen soviético hizo evidente su inviabilidad y colapsó, el capitalismo moderno perdió el incentivo para convencer a los ciudadanos de sus bondades y ha mantenido los salarios e ingresos de los trabajadores bajos, a expensas de una proporción creciente de las ganancias en el producto nacional.
Marx, cuyo cumpleaños 200 se celebró hace un par de semanas, describió una economía que avanzaría impulsada por el progreso técnico, abriendo un mercado tras otro sin detenerse. Hizo ver que la desigualdad era inherente a la economía moderna, y que los incentivos a acentuarla producirían una respuesta de los trabajadores. Las tensiones resultantes del progreso técnico, la producción abundante de riqueza y la brecha patrimonial llevarían a crisis periódicas en donde el capitalismo se ajustaría para seguir avanzando en su marcha.
Nunca he entendido a quienes explican la economía sólo a partir de Marx. Es imposible, máxime cuando la disciplina economica ha producido avances colosales en el último siglo. Pero los rasgos generales que describió son válidos hasta hoy, si no pregúntenle a estos mercados que luego de un colapso épico que borró billones de dólares de riqueza en la espantosa crisis de 2008-2009, una década después parece como si nada hubiera ocurrido y su preocupación gira en torno al vestido Givenchy de la princesa inglesa. Hasta que la siguiente crisis nos haga recordar a Marx de nuevo.
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