La tasa de interés es el precio del futuro. Es el precio de renunciar a consumir hoy y consumir mañana. Tiene que haber un premio por el sacrificio que implica posponer el consumo. ¿Pero qué ocurre cuando ese premio es negativo? Es decir, cuando se castiga el consumo futuro. El castigar el futuro es lo que está detrás no únicamente del pasmoso rally en Wall Street y las bolsas, sino detrás del auge del precio del oro y de la plata, de la debilidad del dólar, y de la flaca recuperación de la economía.
Si el futuro está siendo castigado, es racional evitarlo. Tal es el mensaje que el sistema de precios parece estar enviando. La tasa de rendimiento se desprende del precio de los bonos en el mercado, entre más sube el precio de los bonos, menor es el rendimiento. En años recientes los precios de los bonos han subido tanto, que los rendimientos son bajísimos, tan bajos que la tasa de inflación los supera fácilmente. Es decir, el rendimiento real es negativo, con las implicaciones que hemos sugerido en los dos párrafos anteriores.
Lo notable es que los rendimientos reales negativos vienen del mercado, de ese mecanismo misterioso que nadie dirige y que produce ese resultado: no es una autoridad la que dicta que la tasa de rendimiento real, después de inflación, sea negativa. Son los millones de inversionistas en el mundo quienes, sin ponerse de acuerdo, deciden comunicar que el futuro que nos espera no es muy promisorio en materia económica.
Si tomamos como ejemplo a los Estados Unidos, ha habido en el pasado períodos durante los cuales la tasa de rendimiento real es negativa, en donde la inflación supera a los rendimientos de los bonos gubernamentales. En particular, las décadas del 30-40 del siglo pasado, cuando las economías sufrieron la Gran Depresión iniciada en 1929, atestiguaron tasas reales negativas, las cuales duraron hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, fecha a partir de la cual las tasas de interés nominales se dispararon ante el fin de la deflación y la resurgencia moderada de la inflación.
Hemos insistido en este espacio que la economía de las pandemias se comporta de manera muy similar a una economía de guerra, con una parte de la población en estado de sitio/toque de queda, y la otra parte en el frente combatiendo al enemigo.
Para evitar un daño mayor, durante la crisis financiera de 2008-2009, los bancos centrales tumbaron sus tasas de interés al cero por ciento, y los mercados aplastaron los rendimientos nominales incluso por debajo del cero, mandando las tasas reales a valores negativos por primera vez en décadas. La actual depresión económica disparada por la cuarentena ha acentuado este comportamiento, e intensificado la comparación del actual momento económico con una economía de guerra.
En el momento más álgido de la Segunda Guerra, cuando Hitler había conquistado París y avasallaba al ejército soviético, las tasas de rendimiento negativo enviaban justamente ese mensaje: el miedo al futuro, la incertidumbre de que la civilización, la especie misma, pudieran sobrevivir y prosperar.
Si las tasas son negativas estamos castigando el futuro, queremos evitarlo, no queremos saber de él. Con el mundo y la especie sitiados por un virus desconcertante, que ha puesto patas arriba las políticas públicas, la geopolítica, y ha cobrado ya centenares de miles de víctimas, es comprensible que nuestra visión del futuro sea similar al de una guerra: dudamos de nuestra propia sobrevivencia como especie y civilización.
Pero el mercado de acciones, siempre el optimista, parece decirnos otra cosa. Las acciones en Wall Street siguen un derrotero opuesto al que las tasas negativas están mostrando, y su euforia desconcertante requiere de un futuro brillante para ser validado.
No es raro que esto ocurra. De hecho, ocurrió justo en el momento histórico que hemos usado aquí como paralelo. Cuando Hitler toma París con la mano en la cintura, y enfila sus tanques y ejércitos hacia Moscú bajo la operación Barbarroja, los mercados de bonos arrojaban tasas crecientemente negativas. Pero el Dow Jones, que había empezado a caer meses antes del estallido de la guerra, súbitamente, y de manera eufórica, comenzó a subir tras la caída de París, cuando todo parecía perdido, para ya no detenerse.
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