Los mercados financieros han roto sus máximos históricos, a pesar de que el número de contagios y muertes por el covid-19 superan las cifras que existían antes de la cuarentena. Imparables, ni la contundencia de los datos que muestran que atravesamos por la peor depresión económica desde la segunda guerra mundial, ni que la pandemia está resurgiendo con furia incluso en lugares donde ya estaba controlada, los amedrenta. Nada los detiene, porque para los mercados, la muerte tiene permiso.
Hurtando el contundente título del cuentista sonorense Edmundo Valadés, los mercados han dejado atrás el costo humano y social que implican el creciente número de muertes en el mundo, y celebran un nuevo nivel récord tras otro concentrándose en dos supuestos, realistas ambos: que la política monetaria de los bancos centrales del mundo, seguirá inyectando toda la liquidez que sea necesaria; y que los gobiernos, las empresas, las familias y los individuos en promedio han ya decidido aceptar un costo en términos de mortalidad con tal de dejar atrás la cuarentena y el encierro.
El primer argumento es el más evidente: la política monetaria global, encabezada por la Fed de Estados Unidos, ha sido la de inundar de liquidez la economía. No únicamente de la manera que era tradicional, a través de los bancos comerciales, sino que han decidido inyectar fondos directamente a las empresas, al tiempo que la política fiscal de casi todos los países ha apoyado directamente, con cheques y transferencias personales, a la población para que permanezca en reclusión lo más posible.
Nunca en la historia del capitalismo habíamos visto una intervención tan inmediata, tan concertada, y tan masiva de los dos brazos de la política económica, la fiscal y la monetaria, como la que vimos a partir de marzo de 2020. La inyección de liquidez y de apoyos se acerca al 15 por ciento del PIB mundial, y lo más impresionante es que todas las cifras del PIB, país por país, publicadas la semana pasada, muestran una catástrofe económica descomunal, la peor desde la segunda guerra mundial, lo cual nos da una idea de qué es lo que habría ocurrido de no haberse decidido una inyección de subsidios y créditos como los que vimos. La depresión baría sido mucho, pero mucho peor incluso.
¿A dónde se van la liquidez y los subsidios, todo ese dinero, inyectado en la economía, en un momento en donde no las familias no pueden usar esos fondos para comprar y viajar pues están encerrados, y las empresas no invierten pues las ventas están paralizadas? A los mercados de valores.
Sin duda una parte muy importante de ese torrente de liquidez ha terminado comprando bonos, acciones y otros activos financieros, ante la ausencia de alternativas de inversión y de gasto, produciendo lo que tiene muchos visos de ser una burbuja especulativa en Wall Street, especialmente en el Nasdaq y en las acciones de una decena de acciones pertenecientes a los colosos tecnológicos que han podido sortear la depresión: Apple, Amazon, Google, Microsoft, Facebook, y la desquiciante Tesla.
Pero el segundo argumento es inquietante: a pesar de que, en Estados Unidos y en muchos otros lugares, las cifras de contagiados y muertos superan con mucho los números que dispararon una cuarentena global, ningún país ha decidido, ni considerado, volver a encerrar a su población tras las recientes reaperturas.
Esto significa que las poblaciones, los gobiernos y las empresas, le han dado ya permiso a la muerte, y que su tolerancia al riesgo es mucho mayor de lo que era en febrero-marzo cuando nos encerramos todos. Ante cifras récord de contagios y muertes, los gobiernos siguen con las reaperturas, y las familias e individuos retoman gradualmente sus actividades y viajes. Una parte de esta retomada puede obedecer a que aquellos que ya tienen anticuerpos están regresando a sus actividades económicas bajo condiciones de feliz inmunidad, pero todos los cálculos sugieren que dicho guarismo no es superior al 10 por ciento en cualquier país.
Seguramente este comportamiento refleja que, como sociedad, hemos decidido a aceptar una tasa de mortandad que creemos aceptable, y las empresas, la economía y sobre todo los mercados, están celebrando que, ante el alto costo que le asignamos a seguir enclaustrados en nuestras casas, le hayamos dado permiso a la muerte para andar entre nosotros.
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