No es correcto que falta. No hay más o menos agua. El agua de este planeta ha sido la misma desde su creación. Nuestro problema es el agua dulce primero, y el agua potable, después. Como especie, estamos haciendo todo para dilapidar el acervo de agua dulce e incrementando el agua salada. La crisis del agua en el corazón industrial de México: Nuevo León, ha hecho que el público descubra uno de los problemas más complicados de nuestro país, y del mundo. Un problema que, desde el punto de vista técnico, político, pero sobre todo económico, es muy difícil. Enormemente complicado.
El problema más crítico está fuera de nuestras manos. Y al mismo tiempo, a nuestro alcance. Cada vez hay más agua salda y menos agua dulce debido al derretimiento de los glaciares y los casquetes polares. Como no hacemos caso a las advertencias, (y si hacemos caso, no hacemos lo suficiente), este proceso no parece reversible en el corto plazo.
Pero, aunque el agua dulce represente apenas el 3 por ciento del agua del planeta, podría ser suficiente para los más de siete mil millones de habitantes que somos si la gestionáramos bien. Pero lo hacemos bastante mal. Ya se nos olvidó que una lluvia providencial salvó del colapso inminente a Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, quien sufría una crisis peor a la de Monterrey. La mala gestión del agua dulce no es exclusiva de México. La crisis hídrica de California, la quinta mayor economía del mundo es muchísimo más grave que la de Nuevo León.
Pero México si es peculiar. Si un marciano llegara hoy a nuestro país pensaría que la economía mexicana es alérgica al agua. Una secuencia histórica de eventos hizo que la zona más dinámica de nuestra economía esté en el extremo opuesto de donde está el agua.
El agua abunda en el sur mexicano, donde la economía está menos desarrollada. Mientras que una de las economías más competitivas, el norte mexicano, se despliega sobre un territorio en donde, literalmente, hay que sacar agua de las piedras.
La gestión histórica del agua en el norte de México, medido con estándares de sustentabilidad, ha sido catastrófica. Hemos sacrificado parajes ambientales muy ricos y de gran belleza para sostener una plataforma industrial y urbana que, tarde que temprano (es decir, hoy), no puede ya sostenerse.
Un muy triste ejemplo de lo anterior es la hoy extinta Laguna de Mayrán, convertida en un páramo, sacrificada para irrigar y sostener a la entrañable comarca lagunera, en donde se perpetúa uno de los modelos de sustentabilidad ambiental más contradictorios. “La Laguna” es una de las principales cuencas lecheras de México. Producir un litro de leche necesita múltiplos de litros de agua, y lo hacemos en una de las zonas con menor abasto hídrico del país.
El agua dulce en el norte de México es críticamente escaza. Pero la cercanía con el mercado estadounidense hace de esa región de nuestro país una plataforma inmejorable para el desarrollo industrial y de servicios de alto valor. Sin embargo, hay algo que ni los industriosos norteños pueden producir: agua, así que no hay de otra, se tienen que tomar medidas para resolver el problema.
O movemos la industria, los trabajadores, y el ganado del norte al sur, en donde si hay agua; o llevamos agua dulce del sur al norte; o “producimos” agua, desalándola del mar y distribuyéndola en el norte. Porque ya no alcanza hoy. Y no alcanzará mañana. Cualquiera de estas soluciones tiene un problema: su costo. Son tan caras que es imposible que un estado, un municipio, una ciudad o una generación entera, las pueda sufragar. Es un problema de varias generaciones de mexicanos.
Trasladar industrias, ciudades y ganados del norte al sur es impráctico, pero lo que si puede hacerse es ya no empeorar más la crisis hídrica del norte y fomentar el desarrollo económico del sur. Trasvasar agua del centro-sur al norte es extraordinariamente caro, pero quizá sea la solución menos onerosa una vez que todos los costos (incluidos los sociales y políticos) son considerados.
¿Y desalar? Hacerlo es sencillo, podemos hacerlo en nuestra cocina. El problema es el costo económico que implica la escala gigantesca para que verdaderamente funcione para resolver un problema práctico, como el de Monterrey, por ejemplo, así como el impacto ambiental de la desalación (la salmuera), independientemente de la técnica usada para obtener agua dulce.
La imagen bíblica de sacar agua de las piedras es tristemente eso, mítica. La única solución real requiere costos: sociales, económicos, ambientales, pero en especial, políticos.
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