Que un árbol sea el símbolo de la esperanza, no debe de extrañarnos. Los árboles son los objetos más maravillosos de nuestro planeta. Nuestro destino está ligado a ellos. Una hermosa copla de nuestro poeta nacional, José Alfredo Jiménez, nos lo recuerda: “árbol de la esperanza/que vives solo en el campo”. Como en un lienzo dadaísta, la imagen de un árbol solitario en medio de la nada puede proyectar el destino de nuestras ciudades, en donde los árboles urbanos son cada vez más escasos, en detrimento de la vida de sus habitantes. Una ciudad arbolada será una ciudad competitiva, recibirá a los mejores talentos, será más rica, placentera, brillará sobre otras.
Frida Kahlo usa este recurso también. En su “Árbol de la esperanza, mantente firme”, se ve a sí misma como un árbol torturado por la cirugía de implante de injerto en la columna vertebral que tuvo que sufrir para tratar de remediar los padecimientos debidos al terrible accidente del tranvía en su juventud, que destroza su columna y su cadera. La esperanza sostiene a la dolorosa Frida, como un árbol talado pero vivo.
De manera correcta la lucha contra el cambio climático se ha centrado en la protección de los bosques y las selvas. Los grandes bosques tropicales y templados de la tierra son nuestra tabla de salvamento en medio del naufragio ecológico que nuestra especie ha provocado en el planeta. Pero los árboles urbanos, sin tener la importancia global de las grandes selvas, son absolutamente indispensables para nuestra vida diaria.
La vida en las megalópolis modernas se puede asemejar a ese penar de Kahlo. Surcadas por vialidades feroces, rascacielos que se imponen con su escala sobrehumana, la violencia de las masas ocupadas en llegar rápido siempre a sus empleos o a ninguna parte. Los árboles urbanos son notas que alegran lo cotidiano, que refrescan a las ciudades en verano reduciendo la necesidad de generación de energía, crean espacios para la convivencia humana fuera de los negocios, embellecen la fealdad inherente al vacío del concreto.
En meros términos monetarios incluso, economistas urbanos estiman que los árboles pueden aumentar el valor de una propiedad en alrededor del veinte por ciento. Los árboles urbanos son un negocio inmobiliario excelente, potencian la plusvalía de los bienes, elevando también la recaudación fiscal de las haciendas locales.
Los árboles urbanos son además una fuente de equilibrio ambiental único en las degradadas megalópolis modernas: absorben carbono de la atmósfera de la manera más económicamente posible, simplemente existiendo; reducen el calentamiento citadino producto del pavimento, el concreto y el vidrio de los edificios modernos; son un factor crítico para la retención del agua en el subsuelo y su reinyección en los mantos freáticos que surten de líquido a las siempre sedientas metrópolis modernas; son la fuente que aún sostiene la biodiversidad en nuestras desoladas manchas urbanas que masacran la vida animal y vegetal de manera irremediable.
Más allá de los múltiples beneficios concretos, ambientales y económicos que tienen los árboles urbanos, hay un impacto genérico muy tangible. La belleza que proporciona a una ciudad sus árboles la convierten en una atracción baratísima e incomparable en la encarnizada lucha global para la atracción del talento humano. Las ciudades arboladas son ciudades bellas, que atraen de forma muy fácil al talento humano en esta economía en donde la competencia se funda en el conocimiento, la creatividad, la imaginación y la creación.
Es notable que la palabra “árbol” no cuente con sinónimos, lo que quizá signifique que es una de las palabras más antiguas acuñadas en lengua romance, y quizá en otras lenguas. Quizá fue de las primeras cosas que nuestros ancestros necesitaron nombrar para comunicar lo necesario que era para ellos. Es una palabra primigenia, como el sol o la luna.
El árbol de la esperanza es también una milagrosa curiosidad arbórea consistente en que el tronco de un árbol muerto logra sobrevivir gracias a que se pliega a un árbol vivo, que lo nutre con su savia y nutrientes.
Cuando mis hermanos y yo, demasiado pronto, perdimos a nuestra madre, Silvia Zamora fue ese árbol vivo al cual cuatro troncos muertos se le adhirieron desesperados para no fallecer. Ella fue nuestro árbol de la esperanza, manteniéndonos vivos por su savia y su poder.
Un maldito tumor fulminante la consumió este año, llevándosela de nuestro lado súbitamente. Pero su vida sigue fluyendo a través de estos troncos muertos que ella, junto con muchos otros, resucitó. Así es la vida eterna, como un sucesivo y milagroso árbol de la esperanza.
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