¿Qué tan mal año fue, financieramente, el 2022? Para el mercado de bonos de Estados Unidos, el mayor mercado del mundo fue el peor año de su historia. Fuera de allí, las cosas mejoraron, pero nunca dejaron de estar muy mal. Para el S&P 500, el índice más importante de Wall Street, fue el peor año desde 2008, y el cuarto peor en ochenta años. Se supone que lo anterior no debería de ocurrir, los bonos y las acciones deberían de moverse en sentidos opuestos. No hay registros de años en donde ambos mercados cerraran con tantas pérdidas al unísono. Así de malo fue el 2022. ¿Cómo pinta el 2023?
Siempre es bueno ser pesimista. De esa forma las malas noticias no pesan tanto. El 2022 validó a aquellos que pensábamos que sería financieramente un año muy feo, ante la urgencia de los bancos centrales por normalizar el costo del dinero para dejar de alimentar la inflación rampante. En ese sentido, quizá 2023 sea un año que cuando acabe, no se vea tan mal, pero creo que la primera mitad del año podría ser muy brusca, pues los efectos del nuevo nivel de tasas sobre el precio de los activos acabarán finalmente por ser aceptados.
La prensa financiera, junto con las redes sociales, son un escaparate de las muy diversas opiniones respecto del desempeño de los mercados. En ese lienzo cacofónico destaca una melodía: los bancos centrales son los responsables del que quizá fue el peor año en la historia de las finanzas mundiales, pues no hubo mas que un sector (las materias primas), que tuvo rendimientos positivos durante el ejercicio. Nunca, dicen las opiniones, se había matado al mismo tiempo al mercado de bonos y al de acciones.
Esas mismas opiniones fueron felizmente omisas las últimas dos décadas por supuesto, cuando la correlación inversa entre los bonos y acciones efectivamente desapareció, pero en sentido inverso al de 2022. Durante casi dos décadas los precios en ambos mercados no hicieron mas que subir, al punto por ejemplo que las tasas de los bonos en múltiples economías fueron negativas. Nadie se quejó ante los bancos centrales cuando ambos mercados se movieron también en la misma dirección: pero hacia arriba.
Los bancos centrales, equivocándose, muy a destiempo, pero con contundencia, comenzaron a desandar el necesario pero peligroso camino que, con intermitencia, ejecutaron desde el 2000 para salvaguardar la economía en los países más avanzados. Pasaron de suministrar un torrente prácticamente ilimitado de liquidez a costo cero, a comenzar a retirarla al tiempo que incrementaron los costos del dinero. Menos dinero y más caro fue un veneno letal para Wall Street, quien se acostumbró a subir y subir en medio de un mar de liquidez en las últimas décadas.
El S&P 500 (incluyendo dividendos) se hundió 18.1 por ciento en 2022; pero el índice tecnológico Nasdaq se desplomó casi el doble, un 32 por ciento. Se supone que en esos contextos los inversionistas huyen al mercado de bonos, elevando sus precios. Pero en 2022 eso no ocurrió, pues ante el alza de tasas de la Fed los bonos se ahondaron un 16.5 por ciento (medido por el referente bono de 10 años).
Solo hubo un lugar en donde esconderse en este pavoroso 2022 que recién concluyó: los mercados de materias primas, en donde el ganador, en este mundo de tecnología, criptomonedas, inteligencia artificial y otras maravillas, fue el humilde jugo de naranja.
Así como lo oyen. Aquellos inversionistas que se creyeron la fantasía de hacerse ricos comprando y vendiendo criptomonedas, perdieron en promedio casi 70 por ciento. Quienes invirtieron en la fabricante de autos eléctricos Tesla, menguaron su riqueza en casi el mismo porcentaje. Quienes invirtieron en jugo de naranja congelado ganaron un asombroso 46 por ciento. Nada mal para uno de los activos menos intensivos en tecnología del mercado.
Porque 2022 fue también y, sobre todo, el año en que los inversionistas ya no estuvieron dispuestos a pagar por las ganancias futuras de la tecnología lo que solían pagar. Los grandes nombres del sector tecnológico sufrieron uno de sus peores años en dos décadas, con Microsoft (-22), Amazon (-50), o Google (-39) encabezando el desfile de las pérdidas porcentuales en este lúgubre carnaval de Wall Street. Mientras que bienes modestos como el arroz (+27.8); la soya (+13.81) o el maíz (+14.37) tuvieron crecimientos porcentuales envidiables para los pocos inversionistas que le atinaron al único sector que dio ganancias el año pasado.
La actual generación de inversionistas está acostumbrada a que una anomalía histórica sea algo normal: que haya mucho dinero, que el costo del dinero sea cero, y que no haya inflación. Esa anomalía, que fue normal por casi veinte años, ya se disipó, de manera brusca en 2021 y 2022, y es posible que quizá no vuelva nunca en esa versión que alimentó uno de los auges bursátiles más fastuosos de la historia económica moderna.
La costumbre es más fuerte que el amor, nos cantaba Juan Gabriel, y es eso, la costumbre de recortar tasas e inflar los mercados que los bancos centrales enraizaron entre los inversionistas cada vez que se aproximaban tiempos de recesión, lo que mantiene el optimismo vivo en los mercados.
Las métricas históricas sugieren que muchos activos, a pesar de lo que cayeron en 2022, no están baratos. El precio actual aún es alto respecto de las expectativas de crecimiento y de tasas de interés. El mercado sigue caro. No hay gangas evidentes a pesar de la debacle de muchas acciones. Muchos inversionistas se resisten a ceder.
Quizá entonces el inicio de 2023 pueda traer ese empujón final al precipicio que provoque un ajuste último en la valuación de múltiples activos financieros que se inflaron de manera espectacular durante 2020-2021 y más allá. Solo entonces, cuando bonos y acciones presenten precios de ganga, podrán los mercados volver a la normalidad que olvidaron en esta larga fiesta especulativa que tan dramáticamente se acabó en 2022.
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