Un fantasma recorre el mundo, el fantasma de la inflación, por supuesto. Y no parece querer dejar de recorrerlo, pues luego de alcanzar sus cúspides el otoño pasado, e iniciar un alentador descenso, la mayoría de las economías sufrieron un repunte preocupante en enero y febrero en sus tasas inflacionarias, a pesar de la sincronía mundial en las alzas de las tasas de interés en los últimos 12-18 meses.
Lo anterior parece estar señalando tres rasgos complicados de la actual dinámica de precios: el primero es su globalidad, pues la trayectoria inflacionaria es casi simultánea a través de muchas y muy diversas economías; el segundo es su terquedad, pues si bien estamos por debajo de las tasas máximas de inflación, los actuales niveles están el doble o el triple por encima de las metas de inflación de los bancos centrales, aparentemente inmunes a la amarga medicina recetada por la mayoría de los bancos centrales del mundo.
Pero el tercer rasgo, el de su extensión a los servicios, es el más preocupante, pues de acentuarse, podría hacer del actual período inflacionario un capítulo prolongado y difícil del resolver.
Luego de haber batallado por casi veinte años con la amenaza de deflación, tras lo peor de la pandemia las economías más importantes del mundo se enfrentaron con un viejo conocido que había estado ausente del panorama global los últimos cuarenta años: la inflación.
En su último libro, aparecido en 2021, Ben Bernanke, que capitaneó a la Fed de Estados Unidos durante la peligrosa crisis financiera de 2008-299, concluía diciendo que los bancos centrales en el siglo XXI enfrentaban una economía radicalmente distinta a la del siglo XX: una en donde la desinflación era el problema, y no la inflación.
La economía suele ser cruel con los que no son humildes, y el premio Nobel para Bernanke será un pobre consuelo para la forma en que la historia ya trató a quienes pensaban como el afamado profesor. El actual episodio inflacionario es un dolor de cabeza.
Porque si bien es cierto que inició como un choque de oferta causado por la ruptura de las cadenas globales de producción provocado por el confinamiento en la pandemia, este choque fue potenciado por una expansión de la liquidez bancaria y efectiva cuando los gobiernos y bancos centrales buscaron mitigar el efecto económico brutal de la pandemia.
Con un retraso gravísimo por parte de los dos bancos centrales más importantes del mundo, la Fed de Estados Unidos y el Banco Central Europeo, las autoridades monetarias reaccionaron, tarde, tímida y confusamente. Para cuando reaccionaron con fuerza la inflación ya había alcanzado cotas no vistas en cuarenta años. De nuevo, reaccionaron tarde y con timidez.
La inflación es como una enfermedad grave: si no se atiende con decisión en las etapas iniciales, se corre el riesgo de que infecte y se extienda a otras partes del cuerpo, complicando después el tratamiento y la sanación.
Quizá la Fed demoró tanto en reaccionar ante el rebote inflacionario que el mal se ha extendido ya al sector más grande de las economías modernas: los servicios, en donde la política monetaria es menos eficiente que en los otros sectores. Quizá.
El detalle de los datos inflacionarios de la mayoría de las economías muestra una sintomatología común: los precios de los combustibles, la energía y las materias primas ya han cedido y si bien con vaivenes, han descendido significativamente. Pero al mismo tiempo, los precios de los servicios, así como su perspectiva de corto plazo, es de incrementos para traspasar en la medida de lo posible, la inflación de costos que los proveedores de servicios se tragaron estos últimos dieciocho meses, para que la paguemos los consumidores finales.
A diferencia de las mercancías, que se venden en cadenas masivas, como Wal Mart, como las gasolineras, etc., los servicios se venden de manera atomizada, a lo largo de loncherías, academias de ballet, papelerías, tintorerías, hoteles, en donde la negociación de precios por parte de las autoridades es mucho menos eficiente.
El manojo de los servicios es intrincado, pulverizado en millones de prestadores que han visto reducirse sus márgenes de operación y ganancias en los últimos dos años debido al incremento de costos, están esperando el momento en que puedan traspasar esos mayores costos a los consumidores finales. Es decir, están esperando convertir sus mayores costos en inflación.
Y ese momento parece ser hoy, cuando, como lo muestran los potentísimos datos de la economía estadounidense, y la renovada fuerza europea, el alza de tasas de interés de los últimos dieciocho meses no ha menguado el empuje de la economía, con una serie de datos en enero y febrero que muestran una salud de hierro de los principales países avanzados, pero también en la periferia.
No sé si exista un planeta en el universo conocido en donde la inflación, que se encuentra al triple de alto de la meta de las autoridades, regrese a su objetivo con una tasa de desempleo en mínimos de más de sesenta años, como en Estados Unidos. Con los indicadores de consumo e inversión pujantes, con los precios del cobre, un termómetro económico muy fiable, con semanas repuntando. Querer enfriar el motor con el auto acelerando parece un contrasentido.
Pero la Fed, una vez más, se niega a aceptarlo, y se está tardando en responder. Si no es posible bajar la inflación con la economía acelerando, sus opciones serán cada vez más reducidas si en verdad le preocupa tener una inflación del triple de alta que su meta. Porque a lo mejor la Fed puede pensar que no es necesario bajar la inflación al dos por ciento, y que bajarla al cuatro será suficiente. Pero ya hubo una Fed hace algún tiempo que pensó justo eso…y no nos fue muy bien.
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