Francia es parte del corazón y de la cabeza de la cultura de occidente moderna. A pesar de la abrumadora hegemonía estadounidense tras el fin de la Guerra Fría, el canon civilizatorio que nos rige aún hoy fue en buena medida forjado a lo largo de siglos por la sociedad francesa. El próximo 30 de junio en una primera vuelta, y el 7 de julio en un segundo turno, la nación gala vivirá unas elecciones parlamentarias anticipadas que podrían sacudir no nada más a ese país, sino al orden económico liberal que ha predominado desde la postguerra, poniéndolo en una severa crisis.
La decisión de disolver la Asamblea Nacional fue tomada por el presidente francés, Emmanuel Macron, desde una posición de extrema debilidad, tras ser sepultado por una avalancha de votos en favor de la ultraderecha agrupada en el Rassemblement National (el Frente Nacional,), en una proporción superior a dos votos a uno.
La apuesta de Macron fue la de confrontar de forma directa a los franceses ante dos opciones: el fascismo apenas velado del Frente Nacional (el FN), contra la opción liberal de su agrupación política (En Marche), con la intención de que, como ha ocurrido las últimas tres décadas, en la segunda vuelta del 7 de julio todo el arcoíris político (izquierda y derecha tradicionales), acaben resignados a votar por la menos mala de las opciones del centro, en este caso, el partido de Macron.
La apuesta de Macron es todavía más arriesgada: incluso si el FN captura la mayoría en la Asamblea Nacional, él seguiría siendo presidente, en medio de una co-habitación con Marine Le Pen, la cabeza del FN, con el objetivo de representar el orden en lo que sería un gobierno caótico del FN, y recapturar el control de gobierno en las elecciones presidenciales dentro de dos años.
Pero las encuestas más recientes muestran que la apuesta, como cualquiera con ese grado de riesgo, puede salir terriblemente mal. Pues si el FN logra una mayoría por sí solo (y algunas encuestas lo están mostrando), entonces tendría la posibilidad de formar gobierno, desplazando a Macron.
La apuesta de Macron tiene una condición primordial para ser exitosa, su partido debe de salir al menos segundo en una cantidad suficiente de distritos para que en la segunda vuelta los electores anti FN acaben decidiéndose por él.
Pero la insatisfacción contra Macron supera a la mitad de la población francesa, y la decisión de convocar a elecciones súbitas ha polarizado al espectro, pues quien aparece en segundo lugar después de la extrema derecha, es la extrema izquierda. Si los dos extremos son quienes llegan al segundo turno el 7 de julio, el centro político habrá sido sepultado, y dos extremos, que se tocan, se disputarían el control del Estado Francés.
Ya la derecha orilló a la salida del Reino Unido de la Unión Europea; la misma pugna tiene en vilo desde hace años a Bélgica; en Alemania la ultraderecha superó al histórico partido socialdemócrata; en Italia esa filiación es gobierno. Salvo en las penínsulas: Escandinavia y la ibérica, la ultraderecha es el factor marcando la pauta a los Estados nacionales.
La ultraderecha se ha opuesto a la Unión Europea desde sus orígenes, la considera como un diseño artificial hecha por las élites tecnocráticas para apretar los salarios con el fin de competir contra los Estados Unidos y las potencias asiáticas. Ha capturado, mejor que la izquierda, el descontento de una sociedad cada vez más desigual en una Europa cada vez menos competitiva contra sus rivales económicos. Ilustra ante la población como un puñado de empresas, como Luis Vuitton Moett Henessy (LVMH), Nestlé, L’Oreal, SAP, entre otras, se han beneficiado de la unión económica, sin compartir esos beneficios con una población cada vez menos próspera.
Y es esta última condición, la secularidad de una sociedad europea cada vez menos afortunada económicamente, que ni la socialdemocracia, ni los demócratas cristianos han podido revertir, lo que explica el ascenso imparable del extremismo de derecha. La democracia europea, incluida la francesa, a pesar de sus esfuerzos, tampoco ha sido exitosa en integrar la migración de naciones menos desarrolladas, especialmente de religión musulmana.
Pero quizá en el fondo la razón de su fracaso para funcionar como un modelo de organización viable para la gran mayoría de sus habitantes se encuentra en su muy bajo crecimiento económico de largo plazo, el cual se ha rezagado notablemente en este siglo respecto de Estados Unidos y China, y en buena medida esto responde a la bajísima incidencia de Europa en la generación de nuevas tecnologías.
El viejo continente fue la cuna de la revolución industrial y científica que propulsó al capitalismo. Pero en el último medio siglo ha caído muy por debajo de sus competidores económicos, y se encuentra en un marasmo de innovación en el cual a lo más que aspira es a adaptar e imitar lo que se genera en Silicon Valley y Shanghái. Europa se mueve con la lentitud de un viejo, y ha sido incapaz de integrar a las fuerzas que, en este momento, amenazan con destruirlas. En este sentido la elección francesa será crucial: o le cierra las puertas a la crisis política, o se las abre de par en par.
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