Nuestra vida actual es mucho más fácil que la de nuestros ancestros. Pero más compleja. Esa complejidad transcurre de manera suave gracias a la imbricada tecnología que nos facilita todo nuestro quehacer cotidiano. Pero el reverso de la moneda de esa compleja facilidad es el riesgo de que cuando algo falla, los efectos pueden ser desproporcionados. La semana pasada fue, hasta hoy, el mejor ejemplo de lo anterior: el defecto de un pequeño detalle tecnológico acabó alterando el día a día de cientos de millones de personas, como si un huracán o un terremoto hubiera arrasado todo el planeta al mismo tiempo.
Pensemos en la vida cotidiana de hace un siglo: como cantó José Alfredo, las distancias apartan las ciudades, la comunicación entre personas estaba mediada por las distancias físicas de manera irremediable. La gran revolución de los transportes (el barco de vapor, luego el auto, y finalmente el avión), primero; y la revolución de las comunicaciones (teléfono, televisión, y finalmente, el internet), después, hicieron que la comunicación con cualquier persona en todo el mundo fuera de una facilidad inimaginable para el ciudadano de 1924.
Si pudiéramos viajar en el tiempo y decirles a nuestros abuelos niños, que del mundo en que venimos, es posible conversar, trabajar, hacer cirugías, o la guerra, en polos opuestos de la tierra, ni siquiera podrían imaginarlo.
Es simpático ver hoy cómo las películas de ciencia ficción hechas hace, digamos, cincuenta años, no alcanzaron a imaginar la complejidad de nuestro mundo. Salvo por los vehículos voladores, nuestro mundo actual es mucho más avanzado que el imaginado por los visionarios que lo soñaron en “Blade Runner”, “Regreso al Futuro”, o “Los Supersónicos”.
Recordemos esa última serie, esos dibujos animados que en la década de los setenta, narraban la vida cotidiana de una familia normal en un futuro impreciso en el tiempo. Para quienes imaginaron la vida futura de “los Supersónicos”, el colmo del avance tecnológico eran las videoconferencias. Pero estas eran fijas. No imaginaron nunca al teléfono móvil capaz de comunicarnos visualmente en cualquier parte. En “Blade Runner” Harrison Ford desciende de su patrulla voladora y entra a una cabina telefónica para hablar con su colega androide, con la cual está obsesionada; en otra escena, la policía del futuro hurga en unos cajones y se encuentra unas fotos polaroid, las cuales baraja rápidamente. Hace cuarenta años Hollywood imagino un mundo futuro en donde no existía el iPhone.
Pero el iPhone, y su competencia, son la tecnología capital de nuestros días. Son la herramienta que nos conecta individualmente con el ubicuo autómata global, la red de comunicaciones planetaria que une a todas las personas, empresas y gobiernos, en una invisible, pero complejísima urdimbre que nos tiene trabajando y consumiendo día y noche sin descanso en cualquier parte.
Ese tinglado inasible, no obstante, es una relojería de millones de piezas que funciona de manera impecable, como una amazonia informática, como un bioma tecnológico, perfectamente integrado en donde cada pieza necesita de las otras para funcionar ella misma, y así funcione la máquina completa. Por eso cuando una de esas piezas clave falla, la madeja completa se atora, y los efectos se sienten en todos los rincones del planeta, como ocurrió la semana pasada cuando una actualización de un software de seguridad de una compañía desconocida para el gran público interrumpió la vida cotidiana de cientos de millones de personas.
Un parche de seguridad informático, que debía actualizar de manera rutinaria los sistemas de Windows, de Microsoft, tuvo un defecto que causaba un apagón en los sistemas de esta compañía, que son los más ampliamente usados en las empresas, las familias y las telecomunicaciones del mundo. Para ser una falla tan pequeña, el daño sobre múltiples actividades en el mundo fue descomunal: miles de vuelos cancelados, empresas detenidas, servicios de todo tipo, bloqueados. Los medios calificaron al incidente como el mayor apagón tecnológico de la historia.
Hace cien años, lo que pasaba en un rincón del mundo era ajeno al resto. Hoy la intensa comunicación que gozamos tiene un costo, el de estar expuesto a que pequeñas fallas causen disrupciones desproporcionadas en vastas zonas del planeta.
La empresa detrás de la falla, Crowdstrike, era casi anónima más allá del mundo informático, especialista en combatir hackers y desarrollar parches de seguridad para las empresas líderes de software, como Microsoft.
Que un detalle tan pequeño, proveniente de una empresas desconocida sea capaz de paralizar múltiples actividades en el mundo muestra la fragilidad que subyace en la compleja red que nos conecta a todos diariamente. No se requiere un plan maléfico por parte de una superpotencia para subvertir nuestra cotidianidad. Un error simple de una empresa cualquiera provoca una sacudida global sin comparación.
Nuestra vida diaria es más fácil que hace cien años, pero también es más frágil. El edificio que sostiene nuestro mundo conectado tiene cimientos que pueden no resistir una mariposa que aletea a su lado.
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