Uno de los rasgos fundamentales de los mercados financieros contemporáneos es su profunda interconexión. Los periodistas y analistas financieros gustan de ilustrar esta característica con la conocida parábola del aleteo aislado de una mariposa que llega a provocar un huracán en el otro extremo del mundo. No les falta razón, sobre todo cuando episodios recientes, como la volatilidad provocada en el mercado del yen japonés, movió mercados y divisas en prácticamente todos los mercados del mundo.
Japón es la tercera mayor economía del mundo, un ejemplo de cómo la educación y la tecnología se combinan para producir una elevada competitividad internacional a partir de una base adversa, como fue la postguerra. Pero dentro de las adversidades que enfrenta se encuentra su demografía: la pirámide poblacional de ese país se caracteriza por una edad promedia cada vez más alta, y el envejecimiento secular es un desafío para la sociedad y economías del Japón.
Esa población cada vez más avejentada ha debido enfrentar las últimas décadas las largas secuelas de una desquiciada burbuja inmobiliaria que en los setenta y ochenta del siglo pasado elevó los precios de los bienes raíces del país a niveles absurdos. Cuando esa burbuja reventó a principios de los años noventa, dejó una estela de bolsas de valores deprimidas, bancos con profundas pérdidas, y a nivel del consumidor, décadas de deflación de precios. Lo que los economistas calificaron como una “trampa de liquidez”, una situación en donde la caída en los precios, desanimaban la inversión y por tanto, el crecimiento.
Cuando, tras la pandemia, la inflación resurgió con una extensión global, obligando a la vasta mayoría de los bancos centrales a elevar sus tasas de interés con el fin de frenar la escalada de precios, hubo una peculiar excepción: el Banco de Japón.
Las autoridades financieras de ese país, luego de décadas de querer producir inflación que les ayudara a resolver los efectos de la deflación de largo plazo que sufrían, decidieron no subir sus réditos de referencia con el fin de normalizar sus mercados de bienes y servicios. La situación de excepción que Japón había sufrido desde los años noventa hizo que temporalmente, la inflación fuera un resultado ventajoso para ese país, por lo que no restringieron su política monetaria mientras el resto del mundo lo hacía.
Pero la persistente inflación tuvo dos efectos contundentes: el primero fue que la alta cuota de ciudadanos ya pensionados, viviendo de una pensión fija, acostumbrados a precios cada vez menores durante décadas, de pronto enfrentaron el problema inverso y vieron cómo sus ingresos eran cada vez más insuficientes para vivir, erosionando la base social del gobierno. El segundo efecto fue la debilidad del yen, el cual cayó de las preferencias de los inversionistas globales y locales, quienes se inclinaron a invertir en divisas de los países que, como Estados Unidos y los otros, estaban subiendo sus tasas de rendimiento.
Las bajas tasas japonesas hicieron que los inversionistas dejaran de invertir en yenes, pero crearon el incentivo para endeudarse en yenes, profundizando uno de los mecanismos de financiamiento financiero más socorridos de los mercados: pedir prestado yenes para invertir en activos con monedas con mayores tasas, el ahora famoso “carry trade”.
El volumen del carry trade se disparó hasta niveles que aún hoy es difícil de estimar, pero fue colosal, y produjo durante varios años, rendimientos muy atractivos y seguros a los miles de inversionistas que recurrieron a esa estrategia, la cual dependía de un par de factores para ser exitosa: que el yen no subiera, y que las tasas de Japón se mantuvieran bajas.
Pero la caída del yen, que, a su vez, alimentaba el alza de precios locales, hizo insostenible la visión del Banco de Japón de tolerar un nivel aceptable de inflación y buscó detener la depreciación que lo hundió a mínimo de décadas en los inicios de este año. La primera herramienta que el banco central utilizó fueron sus reservas internacionales, con las que breve y modestamente logró apuntalar a su moneda, pero tras gastarse un porcentaje muy elevado de sus reservas y no lograr detener el despeñamiento del yen, no tuvo otro remedio más que usar su arma más contundente: elevar, por apenas la segunda vez en diecisiete años, sus tasa de interés de referencia.
Pero el alza de la tasa japonesa era justo lo que los millones de inversionistas del carry trade no necesitaban, por lo que tuvieron que abandonar masivamente esa estrategia, lo que provocó dos momentos: el primero fue desinvertirse en las divisas en que estaban, como dólares o monedas latinoamericanas, provocando una depreciación de diversa intensidad en cada una de ellas; y segundo, comprar yenes para repagar sus líneas de crédito japonesas, apreciando al yen.
Empachados de sushi, los inversionistas provocaron un tsunami financiero que hace una semana reverberó por todos los mercados financieros, amenazando con disparar una oleada descontrolada de ventas y caídas profundas en los precios. Fue tan abrupta la reacción, que un funcionario del Banco de Japón tuvo que declarar que no habría posteriores incrementos en las tasas de interés, si la estabilidad de los mercados se comprometía. Por el momento la tormenta amainó y los mercados se tranquilizaron, pero la lección que dejó este episodio es que debemos de estar atentos a lo que ocurre en el país del sol naciente.
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