Tras el desembarco aliado en Normadía, una
soldado inglés inscribió en una tumba de un panteón normando: “hemos venido a
liberar al conquistador”. La victoria de Emmanuel Macron en la presidencial
francesa parece devolverles el favor, pues un credo anglosajón: la
globalización y el liberalismo político, derrotado estruendosamente en sus dos
patrias de origen; Estados Unidos y el Reino Unido, acaba de ser salvado, al
menos momentáneamente en uno de sus implantes mas reticentes: Francia.
Pocas naciones tienen una relación tan
simbiótica y esquizofrénica como Francia e Inglaterra. La última ocasión que
las islas británicas fueron conquistadas fue por el rey normando Guillermo “el
Conquistador”, en el año 1066, y en realidad Inglaterra nunca fue reconquistada
ni liberada. Los normandos acabaron asimilados por Inglaterra, y un idioma
peculiar, el inglés, surgió de la simbiosis del francés con las lenguas sajonas
existentes. Aún hoy, la mayoría de la matrícula en Oxford y Cambridge consiste
de jóvenes de apellidos normandos, mostrando el larguísimo impacto que la
conquista normanda tuvo sobre Inglaterra y sus reinos.
La globalización fue concebida en las
capitales anglosajonas: Londres y Washington, como una reedición del credo
clásico liberal creado también por los ingleses en el siglo XVII y XVIII. El
liberalismo pero en escala planetaria, reforzado con poderosos ingredientes de
economía monetaria y el libre flujo de capitales, fue disparado como la moda
ideológica de finales del siglo XX tras la derrota estruendosa del bloque
soviético. La seducción de la globalización la hizo imparable: el antiguo
bloque soviético, el recluido sureste asiático, la atávica Latinoamérica y
finalmente China, acabaron abrazando la globalización como la bandera que
llevaría al mundo a la prosperidad y el desarrollo sostenido.
La globalización parecía imparable hasta
que fue detenida (en retrospectiva, no podía ser de otra forma), justo allí en
donde nació: en el Reino Unido y en los Estados Unidos, en donde sendos
movimientos populistas de derecha dieron voz al malestar creado por la
globalización entre la población que ha sufrido los costos de la misma y están
deteniendo de manera embarazosa la marcha de dicho proceso justo en su centro
geográfico-económico.
El malestar de la globalización estalló
justo en el epicentro y por eso es irónico que uno de los implantes más reacios
del liberalismo y la globalización: Francia, haya decidido este domingo con su
voto, confirmar la marcha del proceso detenido en el mundo anglosajón,
asignando una victoria resonante a Emmanuel Macron, el político más liberal del
mundo occidental quizá desde Reagan-Tatcher.
En Francia el liberalismo y la
globalización fueron vistos siempre con recelo. De cultura napoleónica, grandes
burócratas y creyentes firmes en el rol estatal en la economía, a los franceses
no se les da el liberalismo y a pesar de poseer una cauda de trasnacionales de
primera línea, la globalización fue aceptada siempre con resquemor y envidia a
los anglosajones. Es irónico entonces que sea Francia en donde se defienda
ahora al liberalismo y la globalización tras la claudicación del Reino Unido
(con el brexit), y los Estados Unidos (con el impresentable aislacionista Donald
Trump) a seguir abanderando dicha causa. ¿O lo es?
El ascenso de Macron a la presidencia
francesa tiene dos componentes: uno común y otro particular a Francia. El común
es el hartazgo de los votantes a los partidos tradicionales, y en Francia esto
significa los gaullistas, los socialistas, pero también loa comunistas (de allí
el error histórico de Melénchon). Emmanuel Macron supuso una figura fresca,
ajena al estatus quo institucional que tuvo la habilidad de romper el molde de
la quinta república. En eso radica su visión: leer el hartazgo existente.
Y es justo allí en donde reside la
particularidad francesa. Si, los franceses, como muchos otros, están hartos del
fracaso de la globalización para los muchos y su éxito para los pocos. Están
hartos, pero no locos. No están tan hartos como para abrazar al nazismo que
significó casi la desaparición de su nación hace apenas setenta años. Su
hartazgo, por mayúsculo que sea, no implica su auto destrucción. Y eso supo
también leerlo Macron. Cuando los comunistas le pidieron abandonar su idea de
flexibilizar el mercado laboral a cambio de su apoyo en la segunda vuelta,
Macron se negó: sabe que incluso los comunistas se resignarán a cualquier
alternativa antes que a los nazis.
¿Será suficiente la habilidad y sagacidad
mostrada por Macron para hacer que Francia, aquejada por décadas de crecimiento
paupérrimo, vuelva a crecer y a encontrar la joie de vivre? Se ve difícil. Pero esperemos con resignación. La
garra nazi ha sido detenida por los franceses, y la república se ha preservado.
Pero quizá sea la última oportunidad.
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