Si quisiéramos adivinar cómo será el
próximo milenio (si no destruimos nuestro planeta antes), consideren lo
siguiente: Donald Trump quiere construir un muro para aislar geográficamente a
los Estados Unidos. Xi Jiping, el líder chino, quiere reconstruir la “ruta de
la seda”, aquella milenaria senda de las caravanas que cruzaba desde Portugal
hasta China, conectando Europa y Asia. Trump quiere encerrarse, China está
abriendo los continentes a billetazos. Súbitamente la estafeta de la
globalización está cambiando: de Washington a Beijing. Y la historia muestra
quien será el ganador en el largo plazo.
La semana pasada, mientras Trump despedía
al jefe del FBI y se enclaustraba más en su cascarón aislacionista, Xi
hospedaba a 29 jefes de Estado, desde Vladimir Putin hasta Recep Erdogán de
Turquía, para anunciar su iniciativa de conectar con caminos, rieles,
aeropuertos y comunicaciones, todo el macizo geográfico de Eurasia y África,
aportando los chinos un chequecito de 125 mil millones de dólares.
Mientras Trump está más ocupado en poner a
un vasallo leal en el FBI, olvidando su plan de infraestructura, con la
excepción del muro con México, Xi abre la chequera para financiar una vastísima
red de infraestructura para reconectar decenas de naciones e integrar a la
globalización a los tres continentes.
La jugada contra la hegemonía
estadounidense es muy astuta: mientras los estrategas estadounidense esperan el
enfrentamiento con China-Rusia en el Pacífico: en Corea del Norte o en el Mar
del Sur de China, China-Rusia están tocándoles la puerta por el lado del
Atlántico, llevando trenes, mercancías y servicios desde Vladivostok hasta
Lisboa. Han decidido enfrentar la hegemonía norteamericana tomando el camino
más largo. Pero quizá el más efectivo.
India ha respondido a la iniciativa China
con alarma. No únicamente por que su milenario rival está articulando una nueva
hegemonía ante el rechazo del mundo anglosajón a ejercerla, sino porque
advierte que dicho plan implicará una montaña colosal de deuda para construir
los proyectos que la conforman, y que dicho financiamiento resultará
eventualmente en una catástrofe financiera.
El financiamiento de infraestructura es
muy complejo, pues implica el gasto hoy y un retorno incierto en el muy largo
plazo. Es muy fácil equivocarse. Es fácil hacer predicciones disparadas del
futuro (que por definición es inescrutable) y decir que el enorme gasto que se
realiza hoy será compensado con los beneficios futuros. El mundo, nuestro país,
están repletos de ejemplos en donde el gasto presente resultó no ser compensado
por mayores beneficios cuando el luminoso futuro proyectado resultó no ser tal.
Y si, en ese caso, las deudas contraídas explotan y arrastran consigo economías
enteras.
Pero si los proyectos se articulan bien,
alrededor de rutas geográfico económicas que en el largo plazo coinciden con la
demografía y la innovación tecnológica, el retorno puede ser incluso muy
superior a lo esperado: la red de carreteras interestatal que unió a los
Estados Unidos, la costosísima red de cables submarinos que llevan internet
alrededor del mundo, el faraónico Canal de Panamá, la desecación del mar para
crear un país entero que se llama Holanda, son ejemplos clarísimos de que un
mega proyecto de infraestructura bien diseñado, ejecutado y operado, producirá
un retorno a su financiamiento que de forma amplia compensará el enorme gasto
realizado en el presente.
Vale la pena mirar la foto de esa reunión
encabezada por China en donde estaban 29 jefes de Estado. No había ningún
representante de los Estados Unidos. Todas esas naciones se estaban poniendo de
acuerdo en como conectar el mundo, y la mayor potencia no estaba sentada a la
mesa. Eso se llama un desafío, al cual Trump está respondiendo de la peor
manera posible: aislándose.
Si la estrategia china resulta exitosa,
entonces el nuevo milenio se parecerá mucho a como inició el anterior:
caravanas recorriendo Eurasia para intercambiar productos con el fastuoso
imperio chino. A mediados del milenio pasado algo inesperado ocurrió: se
descubrió un nuevo continente que acabó dominando el mundo al cierre del
milenio. La China imperial fue incapaz de hacerle frente al nuevo emperador y
se durmió durante casi quinientos años. Pero el viejo imperio ha despertado y
aquello que sustentó la corte celestial: su enorme población, su genio
inventivo y su ambición comercial, están haciendo que la historia mundial
presencie una gigantesca vuelca de tuerca.
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