Para Porfirio Muñoz Ledo
Hace cincuenta años cumplir cincuenta años
(como yo hoy que escribo esta columna), era muy distinto que cumplir cincuenta
años hoy. Mi nacimiento hizo a Abraham Zamora, de cuarentaisiete años, abuelo
por primera vez, y por tanto esa edad implicaba ya estar en la vejez. En
finanzas se llaman “las tasas forwards”: ¿como será cumplir cincuenta años para
un bebé que nazca hoy?
Mi generación fue el último estertor de lo
que se llamó “la explosión demográfica”: una expansión difícilmente sostenible
del crecimiento de la población mexicana resultado de la revolución agrícola,
la urbanización, el sistema general de salud y el nacimiento y extensión de la
clase media que hicieron que los mexicanos aumentáramos nuestra esperanza de
vida al tiempo que manteníamos una tasa de natalidad muy elevada.
Mi padre fue el primer miembro de su
familia en no ser campesino en las tierras de su familia en Nayarit; mi madre y
sus hermanos fueron los primeros en no ser trabajadores de minas de carbón en
el centro de Coahuila. Ellos y sus hermanos fueron los primeros de su linaje en
vivir en ciudades. Yo nací y crecí en ciudades, pero el eco del México rural,
patente aún en la prevalencia de la música ranchera en el gusto de la mayoría,
era reciente y cercano.
Yo soy fan devoto del ranchero, pero
también del primer género urbano y globalizador de la cultura mexicana moderna:
el rock and roll. Será difícil pedirle al bebé que nazca hoy que sea fan del
ranchero en cincuenta años, a menos que el género sepa renovarse y adaptarse al
mundo urbano y globalizado que no detendrá su marcha. El ranchero no ha
incorporado al hip hop por ejemplo. No incorporó la guitarra eléctrica como el
flamenco español lo hizo con Camarón de
la Isla. La sobrevivencia del ranchero será un reto en los próximos
cincuenta años.
Cumplir cincuenta años en 1967 era
difícil. Pero una vez llegado a esa edad, se podía esperar una vejez con buena
calidad física. Hoy es crecientemente lo inverso. Llegar a los cincuenta años
es socialmente fácil: la medicina ha posibilitado que sea un logro social. Pero
la prevalencia de la obesidad y una cauda de malestares crónicos, especialmente
la diabetes y padecimientos cardiovasculares hacen que alguien que cumple
cincuenta años hoy quizá tenga una vejez de peor calidad que la que tuvo
alguien que cumplió cincuenta años en 1967.
Hemos hecho un mal uso de nuestra
esperanza de vida. En los últimos cincuenta años los mexicanos hemos ganado un
promedio de quince años o más de vida extra. Y la hemos malgastado. Como
sabemos que tendremos quince años más, llegamos a esos años extras con una peor
salud de la que llegaban nuestros abuelos. Llegamos a los cincuenta o sesenta
plagados de enfermedades que no eran comunes para los cincuentones de 1967:
diabetes, hipertensión, colesterol altísimo. Todo producto de una dieta
saturada de grasas, azúcar y proteínas animales que hace cincuenta años no
existía.
Como consecuencia de ello: nuestra vejez
en promedio será de una calidad menor a la de los cincuentones de hace
cincuenta años. No hemos sabido aprovechar lo que hemos ganado en esperanza de
vida. Si no cambiamos pronto nuestra dieta seremos viejos con padecimientos
crónicos que representaremos un impuesto gravoso a nuestros hijos y a nuestros
pocos nietos. Habremos extendido nuestra esperanza de vida, pero deteriorado la
calidad de la misma en la vejez.
Milán Kundera en “La Broma” incluye un
pasaje abominando de la juventud. Es sintomático. A Kundera y su generación le
tocó ver cómo la sociedad dejó de apreciar la sabiduría de la vejez, atributo
propio de las sociedades rurales; y comenzó a endiosar la energía de la
juventud, característica de las sociedades urbanas. Hace cincuenta años la
vejez era encomiable, y la juventud era un desperdicio. Hoy la exigencia de
juventud nos obliga a permanecer jóvenes más tiempo. Somos “chavorrucos”,
exigidos a permanecer en la fuerza laboral al menos quince años más de lo que
nuestros abuelos eran exigidos. La etapa de la sabiduría ha sido pospuesta en
casi dos décadas con el fin de que permanezcamos activos al mismo nivel durante
más tiempos: la juventud se nos impone como una tiranía que nos hace ver
cómicos a veces.
El día que yo nací, hace cincuenta años,
Porfirio Muñoz Ledo cumplía treintaicuatro años. Desconozco qué hacía ese día,
pero si sé que hacía a los cincuentaicuatro años: estaba igual que yo en el
Zócalo de la Ciudad de México tratando de fortalecer la democracia en este
país. Con los años lo conocí y las conversaciones con él son un tesoro enorme.
Nacimos el mismo día, en el mismo país. Comparo su generación y la mía y la
forma en que las dos interactuamos. Pienso que ambas generaciones tienen una
obligación: en dejar para la que nace hoy un mundo viable para que puedan
celebrarlo dentro de cincuenta años.
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