Si alguien manejara los mercados, éstos no caerían nunca. A nadie le gusta perder. El hecho de que caigan atestigua una realidad de Perogrullo: los mercados no responden a nadie, y se mueven por sí solos. Nadie, por rico, poderoso o inteligente que sea, lo es tanto que puede mover o anticipar a los mercados de manera consistente. Cualquier inversionista (o que quiere serlo), debe de aceptar esta irremediable verdad.
Si el año acabara hoy, los mercados tendrían su primer pérdida anual desde el 2008, y su segundo año negativo desde el 2002. No es poca cosa entonces. Medidos por el índice insignia, el S&P 500, los mercados estarían por cerrar el ejercicio en rojo, acosados por los barruntos de guerra comercial, la caída de los precios del petróleo, el Brexit, y la volatilidad italiana en Europa.
Difícilmente haya alguien en el mundo más poderoso que el presidente de los Estados Unidos. Donald Trump, de manera consciente y pública, ha hipotecado su suerte y legado al destino de las bolsas de Wall Street. Bajó impuestos, desreguló el sector financiero, ha regalado impuestos públicos a favor de las corporaciones con tal de que los mercados suban, razonando que los votantes irán allí donde vayan los mercados. Pero ni él ha sido capaz de evitar que los mercados se desplomen este año y están por registrar las primeras pérdidas en una década.
Ni los poderosos, ni los ricos, ni los listos mueven los mercados. Este año es una muestra muy ilustrativa de dicha afirmación. ¿Si ninguno de ellos los mueve? ¿Quién los dirige entonces? La respuesta es: nadie. Los mercados se mueven solos. Un mecanismo azaroso, desconocido y quizá imposible de desentrañar, describe cómo los precios de los activos financieros se comportan.
Justo por ello, porque no es posible saber cómo se van a mover, cómo van a responder, hay que tener mucho cuidado con los mercados. A los ricos es fácil complacerlos, ellos buscan riqueza; a los poderosos es fácil tenerlos contentos, basta darles poder. A los mercados es difícil conformarlos: ellos quieren la menor incertidumbre posible, la mayor transparencia, y ni siquiera eso es garantía de que vaya a ser suficiente (aunque si es necesario).
Con los ricos, con los poderosos, se puede negociar. Sentarse con ellos a la mesa, y como el Reino Unido lo está haciendo con la Unión Europea, acuerdan condiciones que les complazca. Trump le regaló a los ricos de su país (él incluido) un montón de dinero al recortarles significativamente los impuestos hace dos años. Los ricos estadounidenses deberían de estar felices, su presidente les dio un regalote. Pero no lo están, pues el grueso de su riqueza está en forma de acciones, y los mercados están a punto de cerrar con pérdidas este año como lo mencionamos en el inicio. Los ricos están sufriendo al ver las pérdidas en sus acciones, a pesar de que están pagando menos impuestos.
Los mercados parecen razonar de la siguiente manera: “sale, a mis accionistas les redujeron sus impuestos y tienen más dinero. Bien por ellos. Pero eso significa que el tesoro de los Estados Unidos tendrá menos dinero, y para financiarse tendrá que pedir más deuda, y si emite más bonos tendrá que pagar tasas más altas, y a mi, el mercado, pocas cosas me disgustan tanto como las tasas altas”.
Lo que le gusta a los ricos (menos impuestos), no necesariamente le gusta a los mecados. Si el tesoro estadounidense tuviera superávit entonces el recorte impositivo no tendría quizá un impacto sobre las tasas. Pero el tesoro ya está en déficit, y el recorte de impuestos está empeorando las cuentas fiscales estadounidenses a una velocidad rauda.
La palabra “mercados” describe muy bien el mecanismo que gobierna los precios. Es un lugar abierto en donde hay muchos vendedores que buscan atraer a muchos compradores y en donde nadie dice cuánto deben costar las cosas. Quienes participan en los mercados son profesionales muy sofisticados, con enorme influencia y poder, pero que individualmente no tienen un peso definitivo. Los mercados son como una ola, una fuerza sin rostro y caprichosa. Y todos aquellos que gustamos de nadar en el mar sabemos que no hay que confiarse mucho cuando nos metemos al agua.
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