Los mexicanos solíamos construir bellas ciudades: desde esta, la Ciudad de los Palacios, pasando por Querétaro, Guanajuato, Oaxaca, San Luis Potosí, y ciudades lejanas incluso como Álamos o Durango, entre muchas otras, eran notables en su tiempo por su eficiencia para resolver los dilemas urbanos de ese momento, al tiempo que lo hacían con elegancia y belleza. Pero no supimos manejar bien la explosión demográfica de las décadas 1940-1970, y nuestras ciudades se desbordaron y afearon. Pero aún podemos hacer algo.
Una ciudad y su planeación no deben ser asunto únicamente de los gobiernos locales o estatales. Las ciudades claves del país deben de coordinarse con una planeación nacional pues son las ciudades las que a final de cuentas representan a los países ante el mundo.
En términos económicos, culturales, educativos y políticos, la economía mundial es en realidad una red concatenada de grandes ciudades, que se incrustan en dicha red de acuerdo con sus ventajas competitivas. Cada ciudad tiene fortalezas particulares, y en esa calidad se inscribe y cincela la red económica global.
En una economía en donde el capital intelectual y humano cuenta tanto o más que el capital físico y natural, la capacidad de atraerlo y alojarlo es crucial para la competitividad de una ciudad y de un país. Y el capital intelectual y humano tiene un imán especial: las ciudades bonitas.
Ciudades seguras, en donde la naturaleza se inserta en el paisaje urbano, con amplias ofertas de espacio público, y una arquitectura y parrilla urbana que incentive la oferta cultural y educativa son atrayentes del talento y las habilidades que conforman el capital humano. Ciudades bonitas y seguras son un recurso crítico para atraer, retener y generar el capital intelectual que forman la base de la economía moderna.
Un ejemplo de cómo no debimos hacer una ciudad es Cancún. En su etapa inicial la armonía entre el bellísimo entorno natural, la zona de explotación económica (basada en el turismo), y la ciudad propiamente dicha en donde vivían los ciudadanos, era relativamente sólida. Pero la explotación desmesurada de la zona turística y el éxito económico de la zona se tradujo en una sobreexplotación del entorno natural, en un deforestación de la selva, y una depredación de los manglares y el desbordamiento del casco urbano sin que haya existido una planeación urbana, ni arquitectónica que impidiera que ese paraíso natural se convirtiera en una ciudad fea y sin ningún atractivo fuera de los hoteles a los que sólo pagando es posible disfrutar.
Cancún no tiene un espacio público que valga la pena, ningún espacio de convivencia pública que incite a la creación y a la potenciación del capital humano e intelectual para que la ciudad prospere sobre bases duraderas y diversifique su oferta económica para el futuro.
Cancún es la muestra de nuestra capacidad para estropear las oportunidades de largo plazo al buscar las ganancias de corto plazo. Dilapidamos selva y manglares para erigir hoteles de lujo que van a dar ganancias a sus dueños, pero que en el largo plazo implican ya una caída en la belleza de Cancún que desanima a los turistas que siempre encontraron en ese lugar algo distinto y que hoy miran en lo que se ha convertido: una oportunidad perdida como lo fue Acapulco.
Pero hay esperanza: la Ciudad de México, Monterrey, Guadalajara, entre otras, han dado muestras de cómo regenerar espacios urbanos que habían colapsado y que hoy son de nuevo espacios vitales atrayentes de talento global que apuntala sus economías. Entornos bellísimos que resultaron en ciudades inviables como Acapulco, y muy pronto, Cancún, pueden renovarse con soluciones urbanas apropiadas y volver a florecer.
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