En febrero, hace apenas cinco meses, discutíamos entusiasmados sobre las enormes e inimaginables perspectivas del desarrollo tecnológico que estaban ya al alcance de la mano: vivir más de un siglo, siendo capaces de vencer la vejez; robots dotados de inteligencia artificial que abolirían el trabajo; autos eléctricos; energías renovables y potencialmente infinitas. Henos aquí, de rodillas y humillados como especie ante un modesto virus que nos ha derrotado y recordado que la naturaleza es terca.
Los mercados han celebrado ese imperio de la ciencia y de la técnica. El rally de Wall Street de las últimas tres décadas está sin duda ligado a esta poderosísima revolución tecnológica iniciada en los ochenta del siglo pasado con la computadora personal y el microprocesador. Pero victo con los ojos de la pandemia, el mercado ha premiado a sectores que en nada contribuyen a protegernos de los microbios, y ha dejado sin financiamiento a la ciencia básica durante demasiado tiempo, mientras que el Estado, como lo dicta el neoliberalismo: se ha hecho a un lado, y el resultado es la derrota ante los microbios, como este Covid, ante el cual estamos inermes.
La historia de la civilización humana es el intento, primero, por protegerse de la naturaleza, y luego controlarla y dominarla. Siglos de desarrollo científico y técnico y sus aplicaciones nos han dado la ilusión de que podemos no solo dominarla, sino destruirla y acabar con ella. Pero la recurrencia frecuente de plagas de las últimas décadas: Vih, ébola, Ah1N1, y los SARS-Covid nos han mostrado que la naturaleza sigue allí, indómita, y que nuestros intentos por aprehenderla y devastarla han resultado en una ofensiva viral de la naturaleza contra la especie humana para recordarle que aún no es posible cantar victoria.
Cuando los canales de Suez y de Panamá fueron construidos, la fe de la civilización en sus capacidades para domar la naturaleza, hirvieron: nuestra mano podía separar continentes forjados a lo largo de millones de años por la tectónica terrestre. Cuando, como especie, conquistamos el espacio y llegamos a la luna y a Marte, nos convencimos de que no había nada que no pudiéramos hacer en nuestra meta de controlar y dominar la naturaleza.
El fin del misterio de cómo está conformado el universo, y la materia en el nivel atómico, desarrollados por la teoría de la relatividad y la física cuántica, nos dan la impresión de que, a pesar de la ausencia de una teoría unificada que ensamble estas dos teorías, existen pocas incógnitas que subsisten al entendimiento científico actual. Y sin embargo…
H.G. Wells, en su “La Guerra de los Mundos”, narra la invasión marciana a la tierra y cómo una civilización muy superior a la nuestra de inicios del siglo XX, acaba sucumbiendo a las infecciones de las bacterias terrestres, contra las cuales los marcianos no tenían una inmunidad natural.
La trama de Wells no falla: incluso una civilización superior tecnológicamente a la humana de inicios del siglo XX, como, por ejemplo, la nuestra un siglo después, tendrá un punto débil, mortal: la ausencia de inmunidad ante infecciones virales y bacterianas.
Como la economía se mueve por el sistema de precios, y no es controlada por un planeador central que decide a donde se avocan los recursos, la inversión del pletórico capital de estos años se ha canalizado al cultivo del ocio y el entretenimiento, antes que a la investigación básica que nos permita como especia, una mejor comprensión y protección contra los microbios.
Los mercados premian a Netflix y a Zoom, mas que a las farmacéuticas. Los grandes empresarios (salvo Bill Gates y algunos pocos más), invierten en Tik Tok, en Roku y Activision, en Amazon y Tesla, antes que invertir en investigación básica en microbiología y medicina para poder entender la estructura y evolución de los microbios, que como H.G. Wells nos lo advirtió muy bien en su parábola, vendrán por nosotros un día por muy avanzados que estemos tecnológicamente.
No nada más los inversionistas, seducidos por los espectaculares retornos de las últimas décadas, han vertido su capital en acciones que nos ayudan a subir nuestras ocurrencias a internet y divertirnos por horas, ignorando la investigación científica básica. Atraídos por los sueldos que pagan y el glamur que contiene, los estudiantes buscan especializarse en profesiones ligadas al entretenimiento, y no a la ciencia.
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