Al menos en economía, no hay mal que no se cure con dinero gratis. Sobre todo si es un montón. La política monetaria solía ser hasta hace poco más de una década, un arte. Hoy es casi irrelevante. Hasta Alan Greenspan, hacer banca central se trataba de calibrar cuidadosamente, de subir o bajar un cuarto de punto porcentual, de emplear las palabras precisas para enviar el mensaje perfecto para que los mercados se inclinaran imperceptiblemente en la dirección deseada. Hoy un torrente imparable de dinero gratis ha inundado el mundo, y hay tanto que lo que los bancos centrales hagan importa muy poco.
La independencia de un banco central se define como la ausencia de obligación para financiar los déficits de su gobierno nacional. Y durante décadas ese mandato se tradujo en comprar el mínimo, o de plano cero, bonos gubernamentales. La Fed de Estados Unidos limitaba la compra/venta de bonos a la señalización de sus tasas de interés, mientras que otros, como el Banco de México, elegían emitir sus propios bonos (BRM en el caso mexicano) para regular la liquidez de los mercados y no financiar así a sus gobiernos, respetando la sacrosanta independencia.
Pero la crisis de 2008-2009 lo cambió todo. La mayoría de los bancos centrales para financiar a los bancos que se colapsaban, les compraron los bonos gubernamentales que tenían en existencia, y así acabaron financiando a sus gobiernos. Los bancos adquirían bonos del gobierno, financiándolos, pero cuando ellos necesitaron financiamiento, acabaron vendiéndoselos a los bancos centrales, haciendo de ellos los financieros de facto de los Estados nacionales.
A partir de la crisis bancaria de la década pasada, la independencia de los bancos centrales ha sido nominal: se han convertido en la fuente de financiamiento en los hechos de los Gobiernos nacionales. No es que los hayan obligado. Es que no han tenido opción, pues de no hacerlo los bancos se habrían colapsado y la economía se habría hundido en una larga y profunda depresión.
Les tomó diez años a los bancos centrales comenzar a normalizar sus balances, cuando la pesadísima recesión inducida por la pandemia covid los obligó a dar una vuelta más a la tuerca, forzándolos ya no nada más a financiar a los Gobiernos, sino a las corporaciones, a los centros comerciales, a las mineras, a las inmobiliarias, a los restaurantes, a todos. Y ya no solo mediante la compra de bonos a los bancos, sino adquiriendo bonos corporativos de manera directa.
Es decir, los bancos centrales no únicamente han sido forzados a financiar los déficits de los gobiernos, sino también los déficits (y capital de trabajo) empresariales. De nuevo, no han sido obligados por la autoridad políticqa, sino forzados por las circunstancias.
La política monetaria actual se puede describir de manera sencilla: un arbotante del cual mana un chorro incontenible de liquidez, salpicando por todas partes para evitar que haya un espacio seco de terreno en donde pueda prender un fuego e incendiar la pradera.
Es tal la magnitud, el alcance, y la ubicuidad de la inyección de liquidez, que la labor de los banqueros centrales se ha vuelto casi irrelevante. Más allá de mantener el chorro manando, no hay nada más qué hacer.
Los países emergentes por ejemplo han visto como a pesar de tener crecientes déficits fiscales, a pesar de riesgos geopolíticos inherentes, sus monedas se aprecian contra el dólar ante el hambre de inversionistas de un poco más de tasa pues en casa la Fed ha dejado los rendimientos en cero por ciento.
En los países de la OCDE hacer banca central es hacer lo que hace la Fed, comprometerse a que el chorro seguirá fluyendo, y si viene una nueva recesión, fluirá más todavía.
La política monetaria solía monitorear los datos del viernes de empleo, las cifras de agregados monetarios del jueves en la tarde, los vectores de ajuste estacional de la nómina no agrícola, los índices de difusión (ISMs) y la inflación, el uso de capacidad instalada, etc. Nada de eso importa estos días.
¿Habrá consecuencias de este colosal e histórico endeudamiento de los Estados y las corporaciones financiado por dinero fiduciario -respaldado por nada, por la fe- emitido sin límites por los bancos centrales? Seguramente las habrá, y quizá sean terribles. Pero mientras la inflación no resurja, los bancos centrales tienen licencia para conducirse de una manera que apenas hace quince años, habría sido impensable que ocurriera.
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