La semana pasada la mayoría de los datos de inflación de los países del mundo mostraron un rasgo común: las mayores tasas interanuales en varias décadas. En el caso de los Estados Unidos, por ejemplo, la tasa de 12 meses, de 6.8 por ciento, fue la máxima de 39 años. Lo curioso es que parece que esa pésima noticia es lo que las bolsas de valores necesitaban para escalar hacia récords históricos. No me crean por favor, pero justamente eso: celebrar pésimas noticias, es lo que ocurría en el año 2000 y en el 2008 antes que los mercados sufrieran ajustes severos.
La inflación estadounidense más alta en cuatro décadas fue festejada por los inversionistas imponiendo récord de precios en los principales índices bursátiles, e incluso el mercado que debería de estar espantado, el de bonos, pues el valor nominal de los mismo se erosiona con cada alza de precios, recibió la noticia con buen humor al punto que las tasas de más largo plazo descendieron.
¿Por qué la esquizofrenia de burbujear mientras el peor enemigo del dinero, la inflación, avasalla las estadísticas?
Los periodistas financieros hacen malabares para tratar de explicar lo inexplicable. Aseguran que como el peor dato no fue pésimo, eso inyectó optimismo entre los inversionistas, quienes ahora ven el futuro brillante pues de ahora en adelante la inflación irá en descenso. Lo mismo dijeron hace seis meses, cuando los datos fueron pésimos y las bolsas se dispararon también. La inflación mientras tanto no ha dejado de subir.
Tratan de explica la exuberancia bursátil también diciendo que la inflación es buena para muchos sectores: los bancos y las aseguradoras, cuyos modelos de negocios se benefician cuando las tasas de interés suben. Y, sin embargo, las acciones que suben., las tecnológicas, son las más proclives a caer cuando las tasas aumentan.
Las más implausibles de las explicaciones son rebuscadas para tratar de imprimir algo de lógica a algo que no lo tiene: la inflación está subiendo, y la crisis de semiconductores y otros insumos está enlenteciendo la recuperación económica. Hay señales que sugieren que una combinación incómoda de bajo crecimiento y baja inflación está cocinándose en las economías desarrolladas.
Quizá la explicación más racional a lo irracional que parece el mercado es justo entender que muchas veces, los mercados son absolutamente irracionales, propensos a la exuberancia y a los excesos. Keynes entendió con claridad este elemento exultante de los inversionistas, quienes suelen ignorar los fundamentales y parecen incrementar la demanda de activos financieros conforme los precios suben.
Si trabajamos bajo la hipótesis de que el actual estado de las bolsas y los mercados responde a una lógica similar a una burbuja especulativa, entonces el comportamiento tan raro deja de serlo: la demanda es mayor conforme el precio sube, las malas noticias son celebradas como si fueran buenas, “lo que no mata, engorda”, cada nueva variante de covid 19 parece alegrar a los mercados, cada récord de inflación es festejado como si fuera “justo lo que se necesitaba”. No hay desgracia que no sea bienvenida por los inversionistas.
Si los mercados están en medio de una burbuja irracional, entonces hay una forma de aprovecharse de su eventual colapso: apostar contra el mercado, invertir de forma que ganemos cuando los precios de las acciones se derrumben.
El problema de tal estrategia es que es cara, y se encarece conforme las bolsas marcan récord tras récord, obligando a decenas de apostadores a abandonar dicha estrategia y con ello potencian el alza imparable. Incluso si el mercado está irracional, ya Keynes tenía también una advertencia: “el mercado puede permanecer irracional más de lo que puedas permanecer solvente”. Quien ha apostado contra este mercado se ha arruinado, y quien ha apostado en favor de la burbuja irracional se ha hecho muy rico.
La burbuja especulativa es el mejor argumento de si misma. Nadie puede resistirse a hacerse rico rápido, nadie quiere escuchar a los precavidos que alertan de una posible corrección, pues hacerles caso es perderse esta fiesta imparable de ganancias bursátiles que, irracional como es, obliga a los racionales a hacer lo racional: subirse a la ola de euforia y ganancias sin recato, o de lo contrario, serán visto como perdedores y aguafiestas, algo que nadie quiere en su sano juicio.
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