Quisiéramos pensar que tras la elección
presidencial estadounidense del 8 de noviembre, una vez que las televisoras
confirmen esa noche lo que las encuestas parecen indicar, la inminencia de la
presidencia de Hillary Clinton, el día siguiente esa pesadilla llamada Donald
Trump desaparecerá con el alba y la larga noche que ha sido esta campaña
presidencial en EEUU se irá, regresando la claridad y la esperanza.
Eso no ocurrirá. Pues el daño ya está
hecho, y la amarga fractura que sobre la vida civil, política y económica ha
tenido y tendrá el fenómeno Trump quizá permanezca por un período de tiempo y
tenga consecuencias que en este momento son difíciles de imaginar.
Si las últimas encuestas son correctas y
Hilary Clinton se convierte en la primera presidenta de la nación más poderosa
de la historia, la oriunda de Chicago lo habrá logrado a costa de enfrentar y
vencer al representante de lo peor de la cultura estadounidense: el machismo
atávico, el racismo persistente en el centro del país, la ignorancia anti-científica
de los movimientos religiosos, el pánico a la migración, y el sueño de regresar
a une economía endémica y cerrada en si misma.
Donald Trump supo concitar en su furiosa
candidatura los retazos de esa cultura estadounidense que se resiste a morir: la
cultura red neck, pueblerina y aldeana. Esa cultura da sus últimos, rabiosos
coletazos ante la prevalencia de una cultura cosmopolita, globalizada, abierta
a la migración y las ideas, dirigida con élites educadas y muchas veces lejos
de los súbditos que gobiernan.
El motor de la globalización mundial se
sitúa en las dos costas de los Estados Unidos: la atlántica y el Pacífico, en
dónde se aposentan las mayores empresas del mundo, los grandes bancos y
Sillicon Valley. Toda esa franja es sólidamente demócrata y enterrarán con una
marejada de votos a Trump en noviembre.
Pero el centro continental masivo de los
Estados Unidos, las grandes planicies y el sur somnoliento, son los grandes
bastiones conservadores, allí en dónde Trump no sólo no ha perdido sino que con
cada barbaridad sus adeptos parecen galvanizarse más y más.
La derrota de Trump, de concretarse (aún
todo es posible), tendrá un efecto devastador sobre el Partido Republicano,
asentado en ese centro continental para su supervivencia: lo dividirá, y lo
radicalizará al punto de la fragmentación. No es descabellado esperar que de
materializarse una derrota de Trump, trozos considerables de los Republicanos,
los conservadores más radicales, abandonen el partido buscando continuar la
desquiciada aventura en la que embarcaron al Partido con la candidatura del
fascista Donald.
Donald Trump no es un hombre de
instituciones. Que no haya pagado impuestos en las últimas dos décadas, la
forma en que trata al liderazgo republicano, su absoluto desdén por los principios
morales retratan a alguien para quien la ley y el orden sólo sirven si es para
salirse con la suya. No es descartable entonces que la noche de la elección él
no reconozca el resultado, que llame a sus locos seguidores a desobedecer los
resultados y provoque un desbordamiento de la extrema derecha política
estadounidense.
Si eso ocurre Hillary Clinton y los
demócratas deberán de reaccionar corriéndose a la derecha populista y no a la
izquierda como muchos conservadores pregonan que ocurrirá. Clinton ya lo ha
señalado: revisará el TLC, reescribirá el acuerdo Transpacífico, será más
estricta en lo que respecto a la migración y la libertad económica. No es
porque ese sea su credo, sino porque el daño ya está hecho.
El Partido Republicanos, de materializarse
esa división, sería el cuplable de su propio destino. Siempre jugó a la
ultraderecha, siempre coqueteó con ese populismo diestro , racista y aldeano,
que le sirvieron para hacerse con el control del vasto sur estadounidense al
punto de tener absoluto control de la política local de esa zona.
A nivel nacional siempre balancearon a la
extrema derecha sureña con el conservadurismo moderado e ideológico de las
costas. Pero siempre dieron alas a su extremo: los neo-con de New Gingrich y
Robert Dole, el infame Tea Party de Ted Cruz y Marco Rubio. Pero cuando Trump
llegó con una retórica que hizo palidecer al Tea Party, arrasando con los
breves diques que la extrema derecha del Tea Party ponía entre sus posturas y
el racismo llano, las aguas se desbordaron y el Partido Republicano, ante el
riesgo del desmoronamiento, no tuvo otro remedio que apoyar al Donald.
Pero si Trump, como parece que será, es
derrotado, el efecto sobre el Partido será profundo, pues la extrema derecha ha
salido del closet, y ha salido armada y desafiante, desbocada y sin pudor. Han
encontrado a su campeón largamente esperado, se han desembozado y están listos
para actuar. Si la mañana siguiente a la noche de la elección Trump sigue
abanderándolos, lo seguirán. Si no, ellos seguirán por su cuenta, y producirán
un realineamiento profundo del mapa electoral estadounidense.
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