Todo economista en algún momento de su
carrera recibe la siguiente lección: la inflación es un cruel impuesto,
especialmente contra los pobres, y por lo tanto es indeseada. También recibe la
lección siguiente: si el crecimiento económico es demasiado fuerte, entonces
los recursos escasearán y provocarán la aceleración de la inflación. Es por
tanto deseable un balance entre crecimiento y empleo, e inflación, que mantenga
a la economía en una senda estable de desarrollo. Salvo por el hecho de que la
tan temida inflación no ha asomado las narices en los últimos veinte años,
tales enseñanzas, que son un mantra para los economistas, parecen correctas.
La economía de los Estados Unidos se
encuentra hoy muy cerca de lo que se conoce como pleno empleo: la tasa de
desempleo es la más baja desde la gran recesión de 2008/2009 y al menos en la
superficie, denota un mercado laboral en donde no hay trabajadores para
contratar y por tanto los salarios deberían de estar creciendo. Pero no ocurre:
ni los salarios se mueven como si no hubiera ya desempleados, ni la inflación
general refleja un incremento en los costos laborales, ni una reducción en los márgenes
corporativos.
Tras la pesada recesión de 2008/2009 la
economía poco a poco se enderezó y al día de hoy cuenta con casi nueve años
ininterrumpidos de crecimiento: los mercados laborales están apretados, los
precios de las materias primas estables, los mercados financieros no dejan de
subir, las ganancias corporativas rompen récords, pero algo falta: la inflación
concomitante con una larga y sólida expansión no aparece por ningún lado.
Cuando Trump es electo en noviembre 2016
los mercados apostaron por una reflación económica: Trump recortaría impuestos,
dispararía el gasto, lo cual causaría un repunte de los precios, ayudando a
aquellos sectores, como los bancos y los bienes raíces, que se beneficiarían de
una mayor inflación.
Pero los mercados pronto se dieron cuenta
de un detalle: un mayor déficit presiona al alza a las tasas de interés, sobre
todo las de largo plazo y las mayores tasas hacen más atractivo al dólar,
apreciando a la moneda estadounidense, abaratando con ello las importaciones y
aligerando las presiones inflacionarias. Resultado: la mezcla de políticas
–cualquiera que esta sea- de Trump, no se ha traducido en mayor inflación.
Pero la labor de los bancos centrales, los
guardianes contra la bestia inflaciomaria, no es domar la inflación tras
escapar de la jaula, es mantenerla en la jaula para que no haga daño. Y eso es
justamente lo que los mayores bancos emisores del mundo, encabezados por la
Reserva Federal, quieren hacer.
En la reunión conjunta del Banco Mundial y
el FMI en Washington de este fin de semana el discurso más resonante fue el de
Janet Yellen, quien advirtió que “estas cifras suaves (de inflación) no
persistirán”, entonándose con otros bancos centrales como el europeo, el
canadiense, y el de Inglaterra, quienes en los últimos doces meses han
gradualmente eliminado el sesgo salvajemente expansionista con el que tuvieron
que intervenir para salvar la mundo de una gran depresión hace ya casi una
década.
Diez años después las principales
economías del mundo y emergentes parecen estar en una senda de crecimiento
sólido, y los riesgos financieros, salvo el hecho de mercados accionarios
demasiado inflados, no parecen nublar el horizonte de corto y mediano plazo.
Los bancos centrales han decidido que el estímulo masivo que inyectaron en la
economía global debe ser removido paso a paso y que el monitoreo de la
inflación, tan ausente del mapa por casi dos décadas, debe de retomar el centro
del escenario.
Con la excepción de Japón, cuya lucha
contra la deflación lleva ya más de tres décadas, todos los bancos centrales
están removiendo el estímulo monetario y adoptando una vigilia
antiinflacionaria en el corto y mediano plazo, tal y como el Banco de México ha
tenido que hacerlo desde hace unos dieciocho meses ante condiciones
particulares que han disparado la inflación en la economía local.
Algunos arguyen que la única inflación
visible es la de los mercados accionarios, en donde los precios no han dejado
de trepar contra viento y marea. Pero incluso aunque la inflación no repunte
los argumentos para recortar el estímulo abundan: la economía ya no necesita
una máquina de oxigeno: ya respira y corre por si misma, y es necesario tener
listas las herramientas monetarias para cuando un nuevo ciclo recesivo regrese.
Porque así será algún día.
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