En algún momento de la década de los ochenta, México dejó de ser un país rural y se convirtió en urbano. De entonces a la fecha el Estado mexicano en sus distintos niveles (municipal, estatal, federal), ha estado regalando a los propietarios un bien público cuyo valor crece día a día: el aire urbano, el espacio encima de nuestras calles y parques. Así como una Ley de Coordinación Fiscal distribuye impuestos y transferencias entre las entidades y la federación, deberíamos de tener una Ley de Coordinación Urbana para distribuir esa riqueza que hasta ahora regalamos.
Piensen por ejemplo en Avenida Mazaryk, en Avenida Reforma en la Ciudad de México; en Avenida Chapultepec en Guadalajara; en Constitución en Monterrey; en el boulevard Pedro Infante en Culiacán. Hay cientos de casos en el país. La infraestructura pública financiada con impuestos de todos, ha dado un gran valor comercial a esos polígonos urbanos. Los propietarios de las superficies de dichos polígonos se han apropiado de esa riqueza al desarrollar verticalmente sus predios pagando poco, o a veces nada, al Estado por un valor generado por la dinámica urbana.
Hay muchos casos de apropiación privada de los beneficios generados por el público, los repetidos rescates bancarios por ejemplo, pero el dejar de regalar el espacio urbano está en nuestras manos pero requiere de una coordinación de los tres niveles de gobierno, coordinados por el gobierno federal.
Pongamos dos ejemplos de por qué esto es así. Si un extranjero entra por tierra por el norte del país lo primero que ven (y yo, feliz de citar al Piporro), son nuestras “chulas fronteras”). La República es la primera interesada en tener una imagen urbana que proyecte nuestro país. ¿Quién diseña el plano y la dinámica de las ciudades fronterizas? Quizá un funcionario de segundo orden en el gobierno municipal. La imagen de nuestra frontera debe de ser cincelada con el concurso de la Sedatu, la Conagua, la Semarnat, los gobiernos de los estados fronterizos y por supuesto los municipales. El segundo ejemplo, con los mismo argumentos, son los grandes centros turísticos del país, en donde el INBA y el INAH deben de participar también.
Para que ello ocurra debería de existir una Ley de Coordinación Urbana, sobre todo para ponerse de acuerdo en cómo generar, gestionar y recaudar los ingresos que deberían de provenir de la densidad y el potencial urbanos.
El propietario de una superficie no puede tener el derecho ilimitado de la densidad y el potencial constructivo por encima de su predio. Más allá de cierto nivel (tres, cuatro niveles, por ejemplo), el espacio urbano es público, y debe de ser gestionado de acuerdo con las necesidades de las ciudades y la idea de economía urbana que tien el Estado.
Más allá de la densidad a que los propietarios tienen derecho, el potencial por encima del mismo debe de ser autorizado y tasado por el Estado con el fin de financiar el desarrollo y la movilidad urbanos y el espacio púbico que necesariamente debe acompañar a la verticalidad. Hasta hoy, ese potencial ha sido apropiado por los propietarios a una tasa mínima, lo que significa que el Estado, en sus tres niveles, ha dejado de recaudar muchísimos recursos necesarios para el desarrollo urbano del país.
En las zonas rurales lo que importa es la superficie, no la densidad. En las zonas urbanas la densidad puede llegar a ser más importante que la superficie, y por lo tanto más valiosa. Esa densidad debe de ser producida a partir de un diseño que tenga el interés público como centro: generar ciudades sustentables, y los privados a cambio de la misma deben de contribuir a las haciendas públicas.
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