Europa está quitándose la vida por su propia mano. El Reino Unido ha optado por abandonarla: los partidos eurofóbicos han avanzado en las últimas elecciones; la extrema derecha anti-europea avanza en Francia, Alemania, Austria e inclusive en España; y la izquierda, temerosa de perder el argumento, confunde el hartazgo del estatus quo, de la desigualdad, con una Europa unida. El problema no es la Europa unida, es la desigualdad. Y esa confusión es la que está llevando a Europa al suicidio.
La desigualdad y la profundización de la misma, son un hecho estilizado de la mayoría de las economías de los últimos treinta años: desde los Estados Unidos, la mayoría de las economías emergentes, y casi todas las economías europeas, se han caracterizado por un aumento consistente de la desigualdad: por un incremento de la riqueza y de los ingresos detentados por los más ricos y una disminución de la proporción de esa riqueza por la mayoría más pobre y la clase media.
El aumento en la desigualdad económica acarrea muchos malestares: falta de oportunidades, un futuro incierto para las nuevas generaciones, aumento de la violencia, angustia cultural, desazón y hartazgo, y particularmente, una confusión política. ¿Cómo es posible que los estadounidenses, cansados por la profundización de la desigualdad que ha hecho a los ricos, más ricos, elijan a un billonario para resolver el problema?
Esa confusión política causada por el estrés social de la desigualdad, es la que está detrás del suicidio de Europa. Cierto, la Europa unificada fue una idea de las élites y la burocracia dorada de Bruselas para simplificar los negocios y convertirse en una potencia económica capaz de competir contra los Estados Unidos y China y Japón. Cierto, la unión económica europea se limitó a eso, a la parte económica, y despreció la unidad social y política de la misma.
Pero Europa ha sido siempre una. Culturalmente sus grandes herencias han sido producto de un esfuerzo continental único: Grecia y Roma, el renacimiento, la imprenta, el liberalismo y sus excesos y éxitos, los derechos humanos y su negación: el fascismo y las guerras mundiales. Para bien y para mal la cultura europea ha moldeado el mundo que conocemos, y su vástago, los Estados Unidos, son una versión potenciada y más poderosa, completamente unificada, de Europa.
Europa es una buena idea: unificar esa increíble diversidad de idiomas, orígenes, potenciales y recursos, es una idea que deriva de las mejores tradiciones continentales: la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Pero la unión europea, con una moneda única, pronto se dio cuenta que unificar las economías era algo mucho más complejo que unificar las culturas: tener una moneda única, y presupuestos separados implica que la unión de los diversos tiene que girar alrededor del más fuerte: la austera Alemania, y esa austeridad no era lo que necesitaban las economías menos avanzadas: Grecia, España, Portugal e Italia, las cuales requieren mayor inversión en infraestructura para estar al nivel de Alemania y Francia.
El desempeño económico de Europa no ha sido muy distinto del que hemos visto en los Estados Unidos: ha resultado en un incremento de la desigualdad. Y sin embargo no vemos a California y a Texas separándose de la Unión, quejándose de que su riqueza y su trabajo están subsidiando a Alabama y Nebraska. El inglés y una historia común hacen de los Estados Unidos el nombre apropiado para el éxito económico que han tenido los distintos miembros de esa Unión. No es el caso de Europa.
El Reino (Des) Unido ha elegido separarse, y por todas partes en el continente las fuerzas centrípetas predominan. Los europeos sienten que Europa es la culpable de su desazón y su desasosiego. Se equivocan: la izquierda europea debería de tener claro que la creciente desigualdad no es culpa de la idea de una Europa unificada. Pero no es el caso, y a menos de que una agradable sorpresa nos aguarde: Europa se enfila a su suicidio.
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