La etimología es muy clara: crédito viene del latín “credere”, que significa “creer”. “No dar crédito” significa aún hoy en nuestro idioma que lo que vemos es difícil de creer, y también, que no estamos dispuestos a financiar con dinero a quienes nos lo piden. La economía global depende del crédito, es decir, de seguir creyendo que lo que se prestó, se seguirá pagando. La confianza es el hilo invisible que zurce las costuras del entramado económico global, y si la confianza se pierde, todo se deshilacha. Y no hay mejor forma de perder la confianza de alguien que dejando de pagar una deuda.
En nuestra entrega anterior argüíamos una premisa tramposa: la deuda no es en realidad un problema por que lo que una parte debe, la otra lo tiene, y en el agregado se cancela. Como toda verdad a medias, el balance entre lo que es cierto y lo que no es delicado. En el total se cancela, pero los que deben son distintos a los que tienen, y si los que deben dejan de pagar, los que tienen dejan de tener, y entonces los problemas empiezan.
Cierto: el problema estrictamente no es la deuda, sino la capacidad de servirla y de refinanciarla, porque si algo falla, entonces el equilibrio sobre el cual se funda la economía global se rompe. Y si: entre mayor sea la deuda, mayor es la probabilidad de que ésta no pueda pagarse.
La economía global se funda entonces sobre un credo: las deudas no dejan de pagarse. La recurrencia de episodios en el capitalismo temprano de moratorias extendidas, especialmente en los Estados Unidos, llevó al establecimiento de los bancos centrales, a los cuales se les conoce como “prestamistas de última instancia”. Es decir: si todos dejaran de pagar, siempre estará el banco central dispuesto a intervenir para que el mecanismo del crédito deje de fluir.
Fue este prestamista de última instancia quien evitó que la terrible recesión de 2008-2009 se convirtiera en una gran depresión económica. Cuando las familias y las empresas le dejaron de pagar a los bancos sus créditos, los bancos ante el alud de pérdidas, dejaron de prestar, y fue sólo hasta que el banco central entró a comprar tramos enormes de las carteras de crédito de los bancos que la crisis se detuvo y el financiamiento volvió a resurgir, detonando la expansión económica que en este año cumple ya diez años ininterrumpida.
La crisis endeudamiento del 2008-2009 se resolvió con híper-deuda, doblando la apuesta, apalancando a la economía más de lo que ya estaba. Con una diferencia: en este reforzamiento del apalancamiento las tasas de interés se hundieron hasta cero por ciento, y en muchas partes son incluso negativas.
Si la tasa es de cero por ciento, entonces esa deuda por definición, no se dejará de pagar nunca, puesto que no hay nada que pagar. Si la tasa sigue siendo de cero por ciento, cuando el plazo del crédito venza, se refinancia pidiendo otro crédito al cero por ciento y las cosas siguen como si nada. Puede ser más raro aún, si las tasas son negativas resulta que el acreedor tiene que pagarle al deudor, así que el riesgo de moratoria por parte del deudor es inexistente: el no dejará de pagar puesto que incluso le pagan.
Si la tasa de interés es cero, la deuda no se dejará de pagar y la confianza no se romperá, habrá otros problemas (quienes invierten en deuda estarán subsidiando a los deudores, etc.) pero no habrá problemas crediticios: si no se debe de pagar nada, nunca se dejará de pagar.
Pero si las tasas comienzan a elevarse y a alejarse del cero, entonces la masa enorme de deuda que ha apilado la economía global en la última década deberá de comenzar a pagar algo, un porcentaje pequeño, pero que, multiplicado por el tamaño colosal de la deuda, es un recurso enorme que empieza a pegarle a los márgenes de ganancia, a los dividendos, a los resultados operativos y a las finanzas personales y de las familias. Estamos entrampados: no podremos subir las tasas de interés nunca, a menos que causemos un maremoto financiero global.
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