En la desembocadura del río que en España se llama Duero, y en Portugal se llama “el río de oro” (Douro), se yergue una vieja ciudad: Oporto. Con altas fachadas desechas, palacios que fueron opulentos y hoy son ruinosos. Con plazas erigidas en nombre de un imperio que hoy es un vago recuerdo apenas adivinado en sus ancianos almacenes, este antiguo emporio portugués tiene la clave para voltear la marea que amenaza la economía global: el mundo es una economía integrada, y a todos nos toca competir en lo que mejor sabemos hacer.
Oporto y Lisboa, hoy ciudades que parecen no estar cómodas en el siglo que corre, son el antídoto que la economía global necesita para remediar las dolencias del proteccionismo y las guerras comerciales. Tras la conquista de Ceuta por Enrique el Navegante en 1415, los portugueses hicieron un cálculo muy peculiar: sopesaron los costos y los beneficios de emprender conquistas militares directas, y descartaron continuar privilegiando la conquista armada, optando por la estrategia de sobre todo tender una red comercial mundial que los llevó a ser los primeros globalizadores de la historia.
Michael Page sostiene por ejemplo (y parece que es correcto), que la palabra japonesa para decir “Gracias”, “Arigato”, es una aliteración de la frase portuguesa correspondiente: “obrigado”. Una muestra apenas de la influencia que los portugueses tuvieron sobre Japón y el lejano oriente en sus empresas comerciales.
Una nación pequeña, Portugal levantó mucho más que su propio peso en la historia del mundo. Más allá de su imperio colonial en Brasil, Mozambique y Angola, más allá del desastroso siglo XIX que sufrió y del cual quizá aún no se recupera, la influencia portuguesa en la historia del mundo es desmesurada. Una nación que hoy incluso apenas tiene 10 millones de habitantes rompió el dominio milenario de China y los árabes en el comercio continental al doblar el Cabo de la Buena Esperanza en África; incorporó a la India, el sureste asiático, a China y a Japón al comercio mundial; y llevó a que su lengua fuera la más hablada en el hemisferio sur del planeta.
Arrinconados por la historia y la geografía en el suroeste de Europa, los portugueses no tuvieron otro remedio mas que brincar al mar y aventurarse. Sus navegantes, desde Vasco da Gama a Fernando de Magallanes, abrieron el mundo al comercio (doblando África, el primero, y América, el segundo) y sentaron los cimientos de eso que hoy llamamos la globalización. Esos navegantes portugueses, sin renunciar al uso de los cañones y la crueldad colonial, privilegiaron el comercio, la disuasión, la diplomacia y las factorías como el medio para expandir mercados y extender su influencia.
Más de cinco siglos después esos trucos portugueses son justo lo que la economía moderna, sitiada por la comprensible rabia de los nacionalismos, necesita ahora: profundizar el comercio y la negociación para detener el costoso proteccionismo que los Estados Unidos abanderan para tratar de ganar todas las batallas a costa del resto del mundo.
La historia muestra algo curioso: cómo pequeños eventos en el pasado acaban teniendo una enorme influencia en el futuro. Los navegantes y comerciantes portugueses, pequeños en número y en recursos, terminaron teniendo una influencia en el mundo actual mucho mayor a la de naciones que les multiplican en habitantes y poder económico. Apostando por el comercio y las comunicaciones entre diversas culturas, acabaron levantando varias veces su peso en la historia económica global.
La ironía y el peso de las cosas hicieron que al colapsar su imperio y su extensa red de factorías, incapaz de rivalizar con las potencias tecnológicas ascendentes, Portugal se quedara rezagada respecto de las nuevas potencias, y hasta hoy batalla por encontrar su lugar en un mundo, el cual es mucho más complicado e incierto que el brumoso mar que ellos como nadie supieron navegar en el pasado.
Pero la gran lección portuguesa sigue en pie: buscar puentes por el mundo, abrir y abrirse al comercio, buscar las rutas de transporte más eficientes, basar la influencia global más en el talento que en la fuerza, mostrar que el inmenso océano que todos los antiguos temieron no era un obstáculo sino el puente para abrir el mundo a la integración de todos en un mercado común que lleva más de quinientos años formándose, y que a pesar de los intentos fútiles de la comprensible resaca proteccionista, seguirá profundizándose en el futuro.
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