Los árboles no se defienden solos. Hay que ayudarlos. Muchos activistas de las selvas y bosques han sido asesinados, pero existe un arma que puede ayudar en nuestra lucha para salvarlos: el mercado. Con políticas públicas adecuadas podemos hacer que sea mejor negocio cuidarlos y crecerlos, que talarlos. Las personas responden a incentivos, y los económicos son de los más poderosos, si se incentiva en la dirección correcta, la recuperación económica que sucederá a la pandemia podría, debería de ser, verde.
Una de las explicaciones del origen de la actual, y otras pandemias recientes como el sida y el ébola, están ligadas a la deforestación de las selvas y bosques, en cuyas profundidades se han gestado de antiguo gérmenes y virus peligrosos para nuestra especie. Muchos médicos sugieren que el daño pulmonar y respiratorio sufrido por los habitantes de las megalópolis, podría explicar la letalidad de la covid 19 en los países más desarrollados. Parecería que hay una correlación entre el deterioro ecológico del planeta y el surgimiento y virulencia de las pandemias modernas.
Si lo anterior es correcto, entonces los esfuerzos por detener y revertir el cambio climático deben de acentuarse y coordinarse a nivel planetario, mediante un conjunto sencillo de compromisos y reglas, aprovechando la novedosa incorporación de China, quien hasta hoy había sido el esquirol en la estrategia climática global, y la dimisión del insufrible Donald Trump a la cabeza de los Estados Unidos y su regreso a la agenda ambiental con los demócratas.
Un visionario economista inglés, de ascendencia normanda como tantos ingleses, Alfred Pigou, desarrolló en las primeras décadas del siglo pasado un conjunto de ideas que hoy son la base del diseño de políticas públicas para combatir el cambio climático. El principio es sencillo. Tomemos por ejemplo la industria siderúrgica: para producir un bien, el acero, produce un mal, la contaminación. La empresa siderúrgica obtiene ingresos por vender el bien, pero el mal le sale gratis pues no paga por contaminar ni cubre los costos asociados con los efectos sobre la salud de los afectados por la contaminación asociada a la producción de acero.
Un bien tiene entonces un precio positivo, el de su venta. Un mal, razonó Pigou, debería de tener un precio negativo: un impuesto o una multa, con el fin de que se puedan cubrir los efectos negativos causados por lo que el llamó, la “externalidad” de producir los bienes.
Esa visionaria idea de Pigou es el fundamento de las modernas políticas contra el cambio climático: aquellas industrias o países que más afecten el clima y el ecosistema del planeta deben de contribuir más a financiar su recuperación y cuidado.
Existen varias formas de imponer ese financiamiento a quienes más afectan el clima del mundo: uno de ellos son los típicos impuestos de Pigou, imponiendo una tasa a los contaminadores. Pero el problema es que la contaminación y el cambio climático son globales, y difícilmente un Estado podría imponerle un impuesto a un nacional de otro país. De allí surge entonces la idea de los bonos de carbono.
Desde el protocolo de Kyoto, hasta los vigentes acuerdos de París, las ideas de Pigou, adaptadas a los complejos mercados y Estados modernos, son la base de la estrategia. Todos los países, a donde regresan afortunadamente, los Estados Unidos, están obligados a metas de reducción de gases de efecto invernadero en un plazo perentorio: 2030.
Y esas reducciones se pueden alcanzar por muchas vías: reforestando bosques y selvas, desarrollando proyectos que eliminen directamente nuestra basura y el estiércol de nuestro ganado; capturando las emisiones de gases que algunas industrias, como la petrolera, producen, e inyectándolas de nuevo en el subsuelo; sustituyendo millones de vehículos de gasolina por eléctricos. Etc.
A aquellos que generen proyectos que combatan el cambio climático se les dan créditos para que dichos emprendimientos sean financieramente rentables, pues la idea es la misma que la del primer párrafo de esta nota: usar los poderosos incentivos que la economía despierta, al buscar el beneficio individual, para crear soluciones que contribuyan al bienestar de todos y del planeta.
Ni los árboles se defienden solos, ni el mercado por si sólo salva al planeta, antes bien lo destruye. Pero el mercado funciona sobre algo muy sencillo, la búsqueda del beneficio, y si logramos que dicho beneficio venga de combatir el cambio climático, el mercado se puede convertir de villano, en aliado.
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