Casi todos están de acuerdo: el precio de un activo financiero en el mercado se explica por los flujos futuros de ingresos netos que ese activo rendirá a su poseedor, descontados con una tasa para traer esos flujos a valor presente. Dicho de otro modo: el precio de un activo financiero es igual al valor, al día de hoy, de los flujos que nos dará en el futuro.
Lo anterior es relativamente fácil de entender y calcular, una vez que tenemos los dos números del cociente: el flujo futuro de ingresos netos; y la tasa de descuento. Pero la sencillez termina allí, pues ambas cifras se conocerán en el futuro, y el futuro, como advertía Neils Bohr, es algo especialmente difícil de pronosticar.
Quizá seamos los únicos seres de la naturaleza que pensemos en el futuro. No como las hormigas, los castores o las aves migratorias, quienes claramente tienen una noción de las estaciones por venir, sino que siendo jóvenes planeamos nuestra vida adulta, adultos pensamos en nuestra vejez, y viejos pensamos en la vida de nuestros herederos.
La dificultad radica en cómo calculamos esos flujos futuros. Durante décadas se pensó que era fácil: extrapolemos el pasado y tendremos el futuro. Esta es la solución más a la mano, sencilla y racional en términos de costos. El futuro no será muy distinto del ahora, y el hoy no es muy distinto del pasado.
Fernando del Paso reflexionaba en una ocasión, a propósito del personaje central de “Noticias del Imperio”, del cómo la larga vida de Carlota de Habsburgo la había hecho transitar del transporte en coches tirados por caballos, a los primeros aviones. La visión de Del Paso es precisa: como al futuro lo vamos conociendo en una lenta secuencia, pensamos que se parece al pasado y al hoy. No es el caso.
El futuro ya no es lo que solía ser. Durante milenios, la vida entre generaciones no variaba mucho. Cuando la humanidad se asentó en ciudades y da inicio la civilización actual, basada en el desarrollo tecnológico, el futuro comenzó a acelerarse, pero seguía siendo pausado: la vida de los teotihuacanos y la de los mexicas en Tenochtitlán, separadas por casi seiscientos años, no parecen haber sido muy distintas. Por eso la visión de Fernando del Paso es muy precisa, a la generación de la emperatriz Carlota de México le tocó ver los paseos en carretela y los primeros vuelos internacionales.
¿Cómo incorporamos ese veloz futuro dentro de nuestra sencilla ecuación de flujos futuros traídos a valor presente?
Los primeros intentos fueron artesanales: como mencionábamos antes, una extrapolación del pasado, que dio lugar después a proyecciones con econometría y series de tiempo. Dichos métodos gozaron de mucha popularidad en las décadas 60-80’s del siglo pasado, pero ante la evidencia de su pobre poder predictivo de largo plazo, los intentos por tratar de predecir los flujos futuros, y de allí, el precio de las acciones, a través de esas herramientas, fueron cayendo en desuso.
Por décadas, los economistas vieron con frustración cómo sus técnicas (econometría, y series de tiempo), que eran tan útiles para pronosticar con aceptable precisión, variables duras como el PIB, el consumo o la inversión, no podían modelar ni pronosticar los vaporosos y resbalosos precios de las acciones. Hasta que se preguntaron ¿Por qué?
Un grupo de economistas estadounidenses encontraron de manera azarosa una copia de “La Théorie de la speculatión”, la tesis de un desconocido y anónimo matemático francés llamado Louis Bachelier, quien en el año 1900 había plasmado en ese trabajo las ecuaciones del movimiento browniano y sostenía que los precios de las acciones seguían una trayectoria estocástica, muy parecida a la que resulta de echar volados con una moneda limpia.
La econometría y las series de tiempo lo que buscan es encontrar un patrón, los parámetros de la ecuación que subyace a una serie de observaciones. Un evento aleatorio es todo lo contrario a un patrón. Un movimiento estocástico no genera un modelo definido de comportamiento. Es volátil y errático por naturaleza.
Ese grupo de economistas había dado en el clavo. Los precios de los activos financieros en los mercados de valores no pueden pronosticarse porque son aleatorios. No cuentan con un patrón que pueda ser revelado por técnica alguna. No hay una regularidad.
Lo descubierto por ese grupo de economistas, de las universidades de Yale, el MIT y de Chicago en sus orígenes, causó una profunda revolución en la ciencia económica y en las finanzas que se sintetiza en un concepto muy sencillo: si los mercados siguen una trayectoria aleatoria, entonces es más importante la paciencia que la inteligencia, es muy difícil construir un portafolio cuyo rendimiento sea consistentemente mejor que el del mercado.
Esa idea, de que es muy difícil construir un portafolio cuyo rendimiento sea superior al del mercado de manera consistente, produjo no únicamente un maremoto académico, sino una revolución en la industria financiera: dado que es difícil ganarle al mercado, entonces, si no puedes vencerlo, únetele: dando paso a la industria de los fondos indexados, que son actualmente, el jugador más importante en la industria financiera global.
Pero detrás de esa enorme industria, que maneja trillones de dólares y es quizá la fuerza más poderosa en las finanzas mundiales, existe una imprecisión cuya importancia ha quedado patente estos días en que los mercados globales se han hecho añicos con una velocidad y una violencia absolutamente inusitada: cierto, los mercados son aleatorios, pero no de la forma en que la mayoría de los economistas creen que lo es. Son varias veces más volátiles, muchas veces más inciertos, y más violentos de lo que sus modelos predicen.
Una muestra de la violencia de Wall Street en este desplome que estamos sufriendo queda patente en este dato: de los cuatro peores días en la historia de la bolsa de Nueva York, dos ocurrieron en una sola semana, la que va del lunes 9 al viernes 13 de marzo de 2020. Lo que ocurrió en dos días de esa semana: el lunes 9 y el jueves 12, superó en su magnitud porcentual al resto de los decenas de miles de días en que ha operado el Dow Jones en su historia, con la excepción de dos fechas: el 19 de octubre de 1987; y el lunes de la semana siguiente, si, el 16 de marzo de 2020, cuando los mercados se hundieron casi 13%. Tres de las cuatro peores jornadas de la historia ocurrieron en un intervalo de cinco sesiones.
Si los precios de los activos se movieran de acuerdo con el modelo más aceptado por los economistas, la Hipótesis de Mercados Eficientes (HME), la probabilidad de que en una semana ocurrieran las peores tres caídas de la historia, es menor que una vez en la historia desde el origen del universo hasta hoy.
Ante esto tenemos dos opciones, ignorar esas observaciones latosas que invalidan nuestros supuestos y nuestros modelos y decir que media decena de fechas no invalidan nuestro modelo, que si funciona para las decenas de miles de fechas restantes. O replanteamos nuestro modelo.
El problema con ignorar las pocas fechas que escapan del modelo de la HME, es que el grueso del rendimiento se concentra en esas pocas fechas. Son las enormes subidas que siguen a esas profundas caídas, las que acaban explicando la mayor parte del rendimiento acumulado de los mercados a través del tiempo. No podemos quitar del modelo que busca explicar el rendimiento de los mercados, aquellas fechas que explican la mayor parte de ese rendimiento. (o deberíamos de quitar también el rendimiento asociado a dichas fechas)
Lo adecuado sería, vista la incompatibilidad entre la volatilidad observada en los mercados, que como queda patente estos días, es muy superior a la predicha por el modelo de la HME (conocido como random walk, o caminata aleatoria), buscar un modelo distinto al predominante en la profesión económica. Un modelo que acepte una volatilidad tan salvaje, violenta y aguda como la que hemos visto en estas últimas tres semanas en Wall Street.
Tal modelo existe, y sus premisas han estado presente desde que los economistas, con Paul Samuelson a la cabeza, comenzaron a desarrollar modelos para el movimiento de los mercados en los años cincuenta del siglo pasado.
Uno de los más brillantes matemáticos del siglo XX, el francés Benoît Mandelbrot, a lo largo de varias décadas logró desarrollar un modelo, o las premisas de un modelo, mucho más realista y robusta que el random walk de la HME. Muy probablemente los economistas decidieron, deliberadamente, no elegir el camino que Mandelbrot les propuso en los años 60 del siglo pasado por una razón: las matemáticas del modelo estaban fuera de su alcance, y la tecnología necesaria para probarla no estaba disponible.
Hubo un argumento adicional: si Mandelbrot tenía razón, entonces los mercados financieros no se adaptaban a los elegantes y parsimoniosos esquemas de equilibrio general a los que los economistas estaban acostumbrados en los mercados de bienes, de servicio y laborales. La idea de que los mercados financieros fueran tan violentos, turbulentos, no encajaba en el esquema estético de los clásicos.
Y sin embargo, el mes de marzo de 2020 será recordado siempre como la validación del supuesto central del modelo de Mandelbrot y de otros como él: la volatilidad despiadada que hemos visto invalida cualquier modelo desprendido del random walk y la HME. La turbulencia ha sido salvaje.
Y es justo esa idea, la de la turbulencia, la que ilustra uno de los rasgos del modelo de Mandelbrot que sería muy necio, y peligroso, no validar en esta brutal crisis económica y bursátil que nos acecha. La turbulencia, y quien ha volado lo sabe, se da en racimos: períodos de turbulencia súbita, violenta, una oleada tras otra, seguidos de largos períodos de calma que nos hacen olvidar el enorme susto que pasamos en la turbulencia. A diferencia de la HME que supone una distribución aleatoria y normal de la volatilidad, el modelo de Mandelbrto dice algo categórico: la volatilidad se concentra.
Vean por ejemplo el VIX, el índice de volatilidad más seguido del mercado: la volatilidad se apeñusca como uvas en racimo, y le siguen períodos prolongados de tranquilidad en donde el índice se comporta como lo predice la HME y su random walk. De nuevo, sería fácil decir, quedémonos con la HME, es sencillo y explica el 95% de las observaciones. El problema es que ese 5% de las observaciones es en donde se concentran las pérdidas y las ganancias en el largo plazo. Si optáramos por quedarnos con el HME nos quedaríamos con un modelo que explica los días normales, y no las brutales crisis que de tanto en tanto, como la turbulencia, nos propinan los mercados.
Un marino no quiere un ingeniero que le diseñe un barco para la mar tranquila. Sabe que su barco debe estar hecho para soportar las poco comunes, pero inevitables tempestades. El HME es como un pequeño yate de recreo que pasea por la bahía tranquila, el modelo de Mandelbrot y de otros es un barco feo, pero que puede soportar los temporales.
Mandelbrot escribió un libro “El (mal) comportamiento de los mercados”, en donde expuso con claridad y de manera sencilla las principales ideas sobre cómo los mercados funcionan más como la turbulencia aérea, como las crecidas de los ríos, como las mareas, que como las suaves aguas de una laguna cristalina. Uno de sus seguidores, Nassim Nicholas Taleb, el autor de “El Cisne Negro”, muy cercano a las ideas de Mandelbrot, es una de las figuras mediáticas más conocidas proponente de modelos que toman una perspectiva muy distinta de los mercados (y otros aspectos de nuestro mundo), de la que siguen los economistas y los pensadores clásicos.
Estos modelos subrayan un hecho particular: los modelos tradicionales de finanzas y economía subvaloran el riesgo. En los mercados financieros, y en muchas otras áreas de la actividad humana y natural, los riesgos no se adaptan a los modelos que usan la distribución de probabilidad normal, o de Gauss, en donde las observaciones se apartan del promedio apenas en un par de varianzas.
Desde el siglo XVIII, otro matemático francés (Augustin Cauchy) desarrolló una distribución de probabilidad con una varianza infinita, aunque acotada, como una tangente. Mandelbrot vio la utilidad de esta distribución para modelar turbulencias y percibió que podía servirle también para modelar el comportamiento de los mercados. Mandelbrot usó también las aportaciones de otro matemático francés, Paul Lévy, que desarrolló funciones de distribución estables para encontrar modelos que pudieran aceptar observaciones que se aparten de la media por varias varianzas, como ha ocurrido de manera dramática en las últimas semanas en los mercados.
Las matemáticas asociadas al modelo de Mandelbrot son complicadas, ni siquiera los profesionales en la materia pueden, en promedio, aprehenderlas. Pero sus ideas han sido popularizadas por él mismo y por muchos de sus seguidores, entre quienes se encuentran también economistas y cada vez más, financieros.
Estos aciagos días de marzo deberían de convencernos que los modelos e ideas que subyacen a la forma que entendemos y nos aproximamos a los mercados no es la correcta. Los modelos que un grupo de economistas estadounidenses desarrollaron en los 50-70’s del siglo pasado, que significaron una contribución enorme a la profesión y aportaron una riqueza contundente al análisis y comprensión de los mercados, no son correctos del todo: fallan a la hora de explicar lo más difícil e importante, las espaciadas pero recurrentes crisis financieras que, como esta ocasión, arrasan con los mercados financieros del mundo.
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