La carrera por desarrollar la vacuna, o el remedio contra el Covid-19 es un asunto de seguridad nacional. Aquella nación que lo consiga primero podrá asegurar a sus habitantes condiciones generales de inmunidad, y estará en posición de imponer, de así decidirlo, condiciones al resto del mundo para su aplicación. En este momento no es el petróleo, ni las patentes de la tecnología 5G, ni la fuerza militar, ni el poderío financiero, lo que determina la seguridad de las naciones, sino la capacidad de obtener esa vacuna.
La violenta irrupción de la pandemia vino a recordarnos, a la humanidad, y a los Estados nacionales, la fragilidad del concepto de seguridad. No hay fuerza militar que valga, no hay campo petrolero que cuente, no hay sistema financiero que pueda suplir el valor de un equipo de científicos, y la capacidad de los laboratorios nacionales y de las empresas farmacéuticas nacionales, para lograr una vacuna que cure al Covid-19.
El discurso de que algunas empresas en sectores estratégicos son fundamentales para la soberanía nacional implica la ausencia de pandemias. No existe sustituto alguno a la ciencia básica, a la investigación biomédica, a la existencia de laboratorios nacionales y empresas farmacéuticas locales, en el extremo crítico en que pone al orden establecido una pandemia viral.
La pandemia global ha dado una nueva definición a la seguridad nacional, y a la soberanía de los Estados. En Europa han resurgido las fronteras físicas, incluso entre Francia y Alemania, los dos países en el corazón del proyecto comunitario. Canadá y Estados Unidos, dos pueblos prácticamente indistinguibles desde fuera, han cerrado sus fronteras también. La tripulación de dos portaviones estadounidenses, y la del único portavión francés, han sido infectadas por el Covid y forzados a atracar en puerto seguro, mostrando la vulnerabilidad de los ejércitos más poderosos a la mortalidad del virus.
Los esfuerzos para aislar por completo a un grupo de la población, como el ejército, de manera completa del riesgo de contagio, han sido infructuosos. El virus ha infectado a personal de la Casa Blanca y a Jefes de Estado. Nada impide que la pandemia dispare brotes en el ejército, en el personal que opera las infraestructuras estratégicas, entre las comunidades de inteligencia de los países que evalúan día a día los riesgos militares, provenientes del crimen organizados, o naturales, en contra de las poblaciones locales.
La pandemia ha ilustrado lo vulnerable que es la fortaleza más inexpugnable, y el ejército más poderoso, ante el indetenible contagio del virus. La seguridad económica, la seguridad militar, la seguridad alimentaria, la seguridad energética, todos los aspectos de la seguridad nacional y la soberanía de los Estados dependen en este momento de un puñado de científicos que están buscando desarrollar la vacuna lo antes posible.
Los científicos están llevando a cabo una ejemplar labor de cooperación internacional, con los laboratorios de los distinos países conectados e intercambiando información para vencer a un amigo común: el virus. Pero la clase política, sobre todo la de los países que compiten por la hegemonía global, ven el mundo con otros ojos, y en su perspectiva, la carrera por ser los primeros en obtener la vacuna tiene implicaciones muy distintas.
Piensen por ejemplo que el país que primero la obtenga inmunice a su ejército, dándole una ventaja militar aplastante respecto de las otras naciones en el corto plazo. Si ese primer país no es Estados Unidos, estaríamos ante algo inédito en el último siglo: un escenario en donde la potencial militar más poderosa no son los estadounidenses.
Cabe por supuesto la posibilidad que los políticos del mundo se comporten como científicos, y que pongan la búsqueda de la vacuna y la cooperación por encima de otras consideraciones, pero no es el estilo de Trump, y no parece serlo en otros casos.
En el caso de México, nuestra posición en el desarrollo de una vacuna frente a la capacidad de otros países debería de revelarnos el verdadero estado de nuestro desarrollo, y enfocarnos al hecho de que el último reducto de la soberanía es la educación de su población, y no otros sectores.
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