domingo, 13 de abril de 2014

Monetarismo: Réquiem y Renacimiento

En algún momento de nuestras carreras, todos los economistas somos monetaristas. A algunos se nos quita, otros nunca dejan de serlo, e incluso quienes dejamos de serlo, de repente en el insomnio o en la vigilia, repetimos para nuestros adentros el dictum inscrito en el templo de Friedman: “la inflación es en todo lugar y momento, un fenómeno monetario”.

La lógica monetarista es impecable: si el circulante aumenta a una tasa mayor a la que aumenta el producto interno, habrá más dinero persiguiendo menos bienes y por lo tanto tendrá que haber forzosamente un incremento en los precios. Inapelable. Este argumento tiene su raíz en un axioma matemático sencillísimo: es el promedio del cociente de dos tasas de crecimiento. No hay como refutarlo.

Pero así como los cínicos refutaban el sofisma de Zenón de Helea sobre la imposibilidad del movimiento lanzando una flecha que daba en el blanco, los economistas de estos días podemos demostrar cínicamente la invalidez del argumento monetarista asomándonos por la ventana y mostrando (no demostrando), que la mayor inyección de liquidez de los bancos centrales al sistema financiero de la historia, la llevada a cabo de 2009 hasta la fecha, no ha producido un gramo de inflación.


Muy por el contrario, el peligro inminente en Europa es el de deflación, la de una secuencia prolongada de caída en los precios. En Grecia, Portugal, en España, e incluso en algunos sectores en Alemania los precios no únicamente no están subiendo, sino que están cayendo. Las tasas de interés más bajas de la historia en Europa, las cuales reflejan la inyección ingente de liquidez de los banqueros centrales en el sistema financiero, han tenido el efecto absolutamente contrario al predicho por los modelos monetaristas, y no sólo en Europa. En Japón, la deflación y la inyección de liquidez han convivido por más de dos décadas, y en los Estados Unidos, en donde la inyección de liquidez por parte de la Fed es la más vasta en 90 años, la inflación se encuentra en sus niveles mínimos de otros tantos.

El monetarismo, en tanto escuela que liga la emisión de moneda a la inflación está completamente muerto. Su obsesión por vigilar a los llamados “agregados monetarios” como un predictor adelantado de inflación, es un esfuerzo risible e inútil. Gerald Bouey, el cuarto gobernador del Banco Central de Canadá, lo puso en una lacónica y preciosa frase: “nosotros no abandonamos los agregados monetarios, ellos nos abandonaron a nosotros”. La cantidad de dinero en circulación no tiene empíricamente ninguna relación con la inflación medida por los bancos centrales. El monetarismo está tan muerto como la inflación que tanto teme.

Y sin embargo, el monetarismo no estuvo tan vivo como hoy.

Hay dos razones por las cuales el monetarismo no funciona, y que en el momento que esas dos razones se consideran, el argumento monetarista renace lleno de utilidad y capacidad predictiva.

La primera es que la inflación que tanto teme el monetarismo que explote en cuanto se inyecte liquidez al sistema está mal medida. La inflación en todos los índices del mundo mayoritariamente se mide con base en precios de consumo corriente, de bienes que consumimos y desaparecen: alimentos, indumentaria, esparcimiento, servicios de comunicación, la renta del mes, etc. Todos estos artículos desaparecen al consumirse.

Pero la inflación más importante de los últimos treinta años no ha sido en esos bienes y servicios medidos por los índices de precios, sino en los activos, en ese cúmulo de bienes que no se consumen con su uso: casas, oro, plata, y bonos y acciones. Es allí, en los activos, en donde muy probablemente la inyección de liquidez de los bancos centrales esté causando la inflación que no aparece en los índices usuales, es allí, en los mercados de activos, en donde el dictum monetarista se sostiene incólume.

Y es justa esa razón por la cual el monetarismo falla: como la inflación de activos, es decir, las burbujas especulativas, son producidas por los mercados, y el monetarismo cree en la eficiencia de los mercados como un dogma de principio, el monetarismo no puede ver la validación de su argumento. Pero es cierto, son los mercados, es más, los mercados eficientes, quienes provocan las burbujas especulativas entre los activos (bonos, acciones, hipotecas, commodities)  al canalizar hacia ellos la liquidez inyectada por los bancos centrales. Si los monetaristas no vieran a los mercados como la manifestación impoluta de una divinidad platónica infalible, y aceptaran que la eficiencia misma de los mercados produce necesariamente fenómenos irracionales como las burbujas especulativas, le harían un gran favor a su argumento fundante.

Existen una segunda razón que el monetarismo debería de corregir: que ya no hay economías cerradas. Los padres fundadores de la escuela pensaban que si la Fed metía dinero a la circulación, eventualmente producirían un rebote inflacionario en algún rincón de Alabama o de Idaho. Pero por muy grande que sean los Estados Unidos, son una aldea, y la apertura de mercados que ellos mismo propugnaron con tanta fe, va en detrimento del poder predictivo de su argumento fundante, pues esa apertura de mercados provoca que la inyección de liquidez de la Fed de estos años provoque un aumento en los precios de los bonos o de las acciones en Turquía, en México, en las monedas de Brasil y de Sudáfrica, o en bonos hipotecarios o en el mercado inmobiliario de Indonesia o de Dubai.

La inflación está muerta éstos años, pero el exceso de circulante sigue produciendo aumentos en los precios, sólo que en mercados que el monetarismo no pensó que fuera posible. El muerto monetarismo sigue vivo, pero no en su forma original, y no bajo sus premisas fundantes, y eso tiene consecuencias muy importantes respecto de la forma en que podremos salir de este marasmo.




domingo, 6 de abril de 2014

La Apuesta Por La Infraestructura

Lo que la economía de nuestro país necesita podría sintetizarse en una sola palabra: infraestructura, es decir, la inversión en capital general, esto es, capital que sirve para todas las empresas y para todas las familias de manera no exclusiva.

La infraestructura es el bien público por excelencia, se construye para todos y todos podemos disfrutarla, en algunos casos previa pago de una tarifa. Pero como todos la disfrutamos existe la posibilidad de que algunos que la disfruten, no paguen por ella, que decidan tomar una actitud de polizontes.


Llevo varios semestres tratando de convencer a la Universidad Nacional de que debemos de impartir uno o dos cursos sobre financiamiento de infraestructura en la curricula de varias carreras, no he tenido mucho éxito hasta ahora a pesar de la comprensión de las autoridades al argumento de la urgencia enorme de contar con profesionales que sepan los complicados procedimientos necesarios para financiar los grandes proyectos de infraestructura que el país requiere.

La infraestructura tiene un problema complicado, como mencionábamos al principio, es una necesidad de todos, y por lo tanto requiere de la voluntad y el esfuerzo de todos (es decir, del Estado), para concretarse. El segundo es que es extremadamente costosa, tan costosa que no puede ser solventada por un solo actor y requiere por lo general del esfuerzo financiero de todos, es decir, tiene que ser financiada con impuestos, o con las tarifas de quienes la usan, esto es, requiere de nuevo, de la participación del Estado.

En efecto, una de las formas de ver al Estado es como un ente que es la suma de todos, fiscal y políticamente. El Estado puede y debe actuar en nombre de los miembros de un colectivo, y por lo tanto puede y debe tomar acciones que un individuo por sí solo no puede emprender. La infraestructura es uno de los casos típicos y en esta ocasión urgente, de acción del Estado.

Si el Estado está fiscalmente comprometido, como lo estuvo el Estado mexicano desde 1982 hasta 1997 más o menos, entonces no podrá emprender los grandes proyectos de infraestructura que necesitamos todos, sólo un Estado fiscalmente sólido (y de allí la importancia crucial de la reforma fiscal), podrá tener la capacidad intertemporal de financiar los enormes proyectos de infraestructura que servirán a todas las empresas y familias del país.

Pero ni siquiera el Estado fiscalmente más sólido del mundo (y en estos años, eso es avis rara) puede emprender bajo el mecanismo tradicional de Obra Pública los proyectos necesarios para cumplir con las necesidades de las economías modernas.

Basta echarle una ojeada al estado de la infraestructura en los Estados Unidos, a las calles de San Francisco, al puerto de Los Angeles, a sus aeropuertos, a la disponibilidad de banda ancha en los espacios públicos. Incluso la economía más poderosa del mundo tiene carencias de infraestructura notables que constriñen el crecimiento potencial de su producto interno.
En México sufrimos una auténtica catástrofe. Justo cuando la pirámide poblacional estaba a punto de entrar en su parte más dinámica, con la población en edad de trabajar representando la mayoría de la población total, lo que se ha dado en llamar el bono demográfico, el país entra en un período de quiebras fiscales y financieras sucesivas: en 1976, 1982 y de nuevo, en 1994.

Esa confluencia fatal de un Estado fiscal y financieramente quebrado por casi treinta años ininterrumpidos y el bono demográfico potenció las carencias que el país tiene en materia de infraestructura. A lo anterior se añadió un agravante: en ese período también, y dado que la quiebra fiscal fue causada por crisis de balanza de pagos que tuvieron que resolverse exportando lo más posible, el norte del país se convirtió en el eje industrial y exportador de la nación.

En términos de infraestructura la geografía del país representa un reto peculiar: el norte es anchísimo y el sur es estrecho. Al industrializar el norte del país, lo cual era natural pues la cercanía reduce el costo de exportación hacia el principal mercado del mundo, los requerimientos de infraestructura se exponenciaron. Aún hoy no existe una forma directa de conectar el extenso norte del país: para ir de Tijuana a Matamoros es más fácil bajar al centro del país primero, no existe un corredor transversal que una al norte de México, la infraestructura sigue siendo radial, centrada en la capital de la nación, a pesar de la importancia que el norte de México reviste no únicamente para la economía nacional, sino para la de los Estados Unidos.

La ausencia de una articulación multimodal del norte de México, uno de los corredores industriales más importantes del mundo, es apenas uno de los muchos proyectos pendientes de infraestructura en el país: la recién abierta carretera Mazatlán-Durango; el eje Ciudad de México-Tuxpan; el sistema Mitla-Tehuantepec; todos ellos abiertos recientemente o a punto de abrirse, apenas comienza a subsanar una parte menor de los enormes requerimientos de infraestructura del país.

Pero es tanto lo que falta que costearlo produce mareos: un puerto completo, quizá dos en el Pacífico; una remodelación completa del puerto de Veracruz y la conclusión y expansión de Altamira; ampliación de la capacidad aérea y portuaria en la Península de Yucatán; multiplicar la red ferroviaria de la nación; conectar con Metro y/o red de suburbanos las principales zonas metropolitanas del país; un aeropuerto nuevo para el Valle de México y la ampliación de la capacidad de los de Guadalajara, Hermosillo y Chihuahua; completar los corredores transoceánicos (Mazatlán-Matamoros; Manzanill-Laredo; Tehuantepec-Coatzacoalcos); ampliación de los grandes ejes multimodales que comunican el Valle de México con el norte (México-Laredo; México-Piedras-Negras; México-Tijuana).

El tímido listado del párrafo anterior se limita tan sólo a las necesidades en términos de transporte y de movilidad, y no incluye un solo proyecto de comunicaciones, en donde las inversiones son igual o más acuciantes: la densidad de banda ancha del país, la rapidez de la conexión; la accesibilidad a la red de satélites de todo el territorio; la penetración de dispositivos móviles entre la población; etc., son algunos de los temas pendientes en materia de comunicación.

La lista es interminable: las necesidades de inversión en agua para el Valle de México y el norte del país; el desarrollo de nuevos y más eficientes distritos de riego que ahorren el agua que se filtra al subsuelo; el tratamiento de aguas residuales en donde México tiene uno de los índices más bajos en la OCDE; la actualización y mejoramiento en la red de distribución de energía, la migración a la red de 230; el mejoramiento de la red hospitalaria de México; el listado y los montos necesarios para invertir son tan vastos que se necesitaría el doble de lo que ahora se canaliza a inversión como porcentaje del PIB para comenzar a equiparar el equipamiento de capital de infraestructura mexicano a los estándares de nuestros principales socios económicos.

¿Cómo financiar hoy los proyectos que necesitamos para el mañana inmediato? El Estado mexicano enfrentó éste dilema en los años del cincuenta al setenta de la manera más ineficiente posible: con déficits y deuda pública. Fue un error fatal. Un cálculo muy sencillo que muestre el monto necesario para financiar los proyectos aquí esbozados como porcentaje del PIB habría bastado para soterrar toda megalomanía. Creyéndose imperiales, los presidentes de aquellos años se embarcaron en una retahíla de obras públicas que acabaron por quebrar al Estado.

La obra pública en ocasiones no sólo es incosteable, sino ineficiente técnicamente. El Estado no tiene a los mejores ingenieros porque su labor no es construir sino proveer los servicios resultantes. El Estado debe saber escuchar y trabajar con el sector privado para llevar acabo los proyectos de infraestructura más complejos. Esos proyectos no son rentables desde la óptica privada, pero si lo son bajo la óptica social. La asociación del público con el privado deberían de producir una mezcla deseable de factibilidad y rentabilidad económica que se traduciría en más infraestructura el menor costo fiscal posible.

En los últimos quince años esa nueva forma de hacer infraestructura, mediante asociaciones púbico-privadas ha ido ganando pie en México. Generar una asociación pública y privada es harto complejo y consume muchísimo tiempo, pero el resultado es una infraestructura mejor pensada, mejor ejecutada, y mejor mantenida y operada. Es esta la forma, no hay duda, en que la infraestructura que se necesita debe de ejecutarse: la obra pública debe ser apenas una de las opciones en el expediente que debe usarse en las ocasiones en que los proyectos son de baja rentabilidad económica, con altos riesgos de construcción, o de urgente aplicación.

Una cosa más necesitamos: ingenieros civiles. El México moderno fue construido por una generación extraordinaria de ingenieros civiles, capitaneados por uno de los mexicanos más brillantes que hemos tenido: Bernardo Quintana. La generación del ingeniero Quintana construyó ésta país geológicamente complejísimo al albergue de un Estado autoritario y con una enorme capacidad de maniobra política. Cuando ese Estado quiebra durante la larga postración económica de 1976-1996, una generación completa de mexicanos o quizá dos, olvidan a la ingeniería civil como una de sus opciones profesionales ante el derrumbe estrepitoso del gasto en infraestructura.

El efecto que la caída en la matrícula de la carrera de ingeniero civil ha tenido en el PIB potencial del país seguramente es muy significativo. Ha creado un considerable cuello de botella. Pienso en el Ingeniero Quintana, en el Ingeniero Slim, en el Ingeniero Mendoza Fernández, y luego me cuesta trabajo pensar en un ingeniero de la siguiente generación, o de la siguiente. Incluso en este momento, en que la inversión en infraestructura se encuentra lejos del ritmo que necesitamos, nos hacen falta ya ingenieros.

Tenemos suerte que una de las economías que más ingenieros produjo en los últimos treinta años, España, se encuentre en una profunda depresión y que hablemos el mismo idioma. Si fuéramos listos como país deberíamos de estar incentivando por todos los medios una nueva ola migratoria de españoles hacia México, debemos de importar ese capital humano que descuidamos en México en los últimos treinta años pero que tan bien se produjo en España.

El reto de la economía mexicana por primera vez en un par de generaciones no es la falta de dinero. Este es pletórico, las Afores tienen recursos para financiar una buena parte de los requerimientos de infraestructura. Lo que necesitamos es capacidad de ejecución: la imaginación y el talento para que ese ahorro de largo plazo se convierta en inversión de largo plazo. Sería imperdonable que dejáramos pasar esta irrepetible oportunidad.

Hace unos años el magistral ensayista que es Gabriel Zaid tipificaba la política fiscal de López Portillo con un título lapidario y definitorio, lo llamaba “un presidente apostador” por su irresponsable dependencia en los déficits y la deuda que apostaban a que las condiciones de liquidez de los mercados, que bañaban con crédito a México, serían eternas. Treinta años después debemos de volver a apostar, pero ésta vez por la infraestructura, no por los déficits, esta es la apuesta que vale la pena.